Hay noticias que se entienden mejor si se leen juntas. El pasado martes, la Unión Europea consiguió rebajar la protección internacional del lobo, que pasa de especie «estrictamente protegida» a «protegida» –lo que hará más fácil cazarlo–, tras una intensa campaña del Partido Popular Europeo (PPE), que abogaba desde 2022 por este cambio. El 1 septiembre de ese mismo año, un ejemplar de lobo conocido como GW950m se coló en una finca en la Baja Sajonia (noroeste de Alemania) y, siguiendo sus instintos naturales y buscando saciar su hambre, devoró a un adorable Poni llamado Dolly, propiedad de la presidenta de la Comisión Europea, y peso pesado del PPE, Úrsula Von der Leyen.
No soy biólogo, ni un defensor acérrimo de los animales, ni un adalid de la cinegética... No tengo una opinión muy formada sobre el lobo en Europa. Pero, de entrada, me huele mal que una iniciativa legislativa que afecta a una especie entera y atañe a nuestro ecosistema parta de la mala experiencia de Von der Leyen. Y no lo digo sólo yo. Científicos expertos en grandes carnívoros también han expresado que «la propuesta actual plantea serias dudas, entre otras cosas, a la luz del importante principio de que las decisiones sobre la conservación y gestión de la vida silvestre se deben basar en conocimientos científicos sólidos, y no (sólo) en razones políticas». Añado: tampoco en razones personales.