Ser ciego en Granada es una tontería en comparación con la tragedia de ser madurito en la España del siglo XXI. Aquí lo que mola es irse con el Imserso o con el Interrail, según la edad.
Los viejos a Benidorm a bailar Los Pajaritos y los jóvenes a Roma a beneficiarse italianos como jalón indiscutible en cualquier trayectoria de crecimiento personal. Entre los treinta y los 65, sin embargo, la vida se oscurece y quien más quien menos entra en un lúgubre túnel de trabajos mal pagados, embarazos, hijos, colegios, declaraciones de hacienda, hipotecas, inflación y actividades extraescolares. Igual los políticos podían prometernos algo en campaña a nosotros también, qué sé yo, el abono de Netflix, diez sesiones de fisio, una rebaja en el spa, una cajita de vino...
Lo que cuenta es el detalle. En lo del Interrail han coincidido Feijóo y Sánchez, así que probablemente estamos ante un aguijón de nostalgia por la juventud perdida, cuando las vértebras lumbares permitían largos e incómodos viajes en coche cama. Creo, sin embargo, que hay una cierta idealización en esta figura del mochilero que va de hostal en hostal mientras recorre ciudades europeas como si huyera de la Justicia.
Mi preocupación es que con tantas promesas y tantos avales, cupones, bonos y descuentos, los jóvenes españoles van a pensar en el Gobierno de España como en una de esas cajas gigantes de colacao, que lo mismo traen de regalo unos auriculares que una batidora. Incluso no descarto que haya chavales ingratos que hubieran preferido medidas para rebajar de una vez por todas la tasa de paro juvenil. Rancios hay a todas las edades, Sánchez, qué le vamos a hacer, con lo bonito que está Berlín en primavera.