En la etapa final de su vida, Ana Obregón ha dado un giro que ha dejado traspuestos a propios, a extraños y a obrenólogos, o sea, a todos aquellos que podemos citar mejor la lista de sus amores que la de las preposiciones, que no nos tomábamos el primer helado de la temporada hasta que no daba el pistoletazo de salida al verano con su posado en bikini, que vimos la película que rodó con Emilio Aragón, que soñamos con que sería princesa consorte de Mónaco tras contemplar sus fotos junto al príncipe Alberto y que asistimos al desarrollo de las ‘Guerras Lecquias’ entre ella y Antonia Dell’Atte. Con una biografía tan novelada, tendríamos que haber esperado lo que ha sucedido en este último capítulo.
La decisión de Obregón de ser madre por vientre de alquiler a su edad ha abierto los informativos, ha saltado a la política, a las redes y a las peluquerías, y ahí sigue. Eso no solo demuestra el peso de la actriz en el imaginario colectivo, sino también que todos tenemos una opinión al respecto.
Pero una opinión no es un juicio: no juzgo a Ana Obregón, como tampoco juzgué a una de mis más queridas amigas, hoy madre adoptiva de un chiquillo formidable, cuando me dijo que ella hubiera optado por la gestación subrogada en caso de haber tenido dinero suficiente para hacerlo.
Y no juzgo porque, afortunadamente, no sé lo que es el dolor de no poder parir hijos, ni mucho menos el de parirlos para, luego, perderlos. Lo aberrante del caso no son las personas que quieren depositar un amor inmenso (maternal o paternal) en un niño; lo aberrante es que algo tan hermoso justifique la venta de una criatura, que sea el mercado el que acabe dirimiendo una cuestión moral. Y eso sí lo juzgo.