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Vinçon

27 enero 2025 20:38 | Actualizado a 28 enero 2025 07:00
Natàlia Rodríguez
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La Barcelona que perdimos, por darla por descontada. Nos lo merecemos. Ojo: si viniera Inditex a alquilarme el local yo también diría adiós. Y vosotros. Dejaría el cargo, la familia, los amigos y viviría en Suiza en un chalet como el de Balthus, rodeada de cabritas, haría cerámica con una japonesa matusalénica que me explicaría los secretos del wabi-sabi y meditaría cada dos horas. Pero cuando cerraron Vinçon, nos dejaron huérfanos. Cumplieron con creces su misión: aguantaron durante décadas a una ciudadanía cateta, cagadubtes y recelosa de lo raro («ui, això és molt extremat»), poco acostumbrada al consumo simbólico (esto es, a leer las diferentes capas de lo que está comprando). También, claro, hubo muchísima gente que los adoraba y se dejaba allí el sueldo. Yo formo parte de esa legión que no han querido ni pisar la tienda que hay ahora, y no escupo al suelo rollo maldición porque me da asco escupir. Fue punto de encuentro y escuela de buen diseño, con una selección comercial de autor organizada más por instinto que por el excel. Sus bolsas eran nuestros posters del piso de estudiantes. Entrar en Vinçon era entrar en un templo de la civilización, un ágora de ideas brillantes, de estética necesaria. Era un refugio. Aún recuerdo la instalación de mi amiga Teresa Estapé. Nos educaron, nos dieron ese empujón tan necesario. Hoy, ese vacío, duele más todavía.

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