Tal vez haya una raíz profunda, más profunda de lo que acertamos a ver o siquiera a concebir, en la división agria que en tantos aspectos vemos aflorar en nuestra sociedad. Cada nueva manifestación de esa fractura, cada nueva batalla abierta entre nosotros, invita a examinar a una luz desasosegante la ya vasta suma de nuestros desencuentros.
Pongamos por caso el último: ese incendio que la fracción de Vox le ha provocado a sus socios populares en el Gobierno de Castilla y León, y de paso al líder nacional del partido, empeñado en dárselas de moderado. No es lo peor que se intente someter a extorsión emocional a la mujer que ejerce un derecho hoy reconocido por la ley. Lo sangrante es que quien propugna la medida reconoce al mismo tiempo no saber mucho de lo que vive una mujer en esa coyuntura. ¿Y si fuera esta una de las claves, y si sucediera que hemos dejado de entender al prójimo, o lo que es peor, de querer hacer el esfuerzo de ponernos en sus zapatos?
Una de las expresiones más extendidas de esa incomprensión es la que tiene que ver con la brecha intergeneracional. Un asunto personal que quizá también tenga su dimensión política: da que pensar que haya partidos, por lo general más airados, que en ciertos tramos de edad hallan más simpatías que en otros. ¿Es nuestra pendencia en el ágora eco o subproducto de la bronca en los hogares?
Sobre este asunto, el eterno conflicto entre padres e hijos, en su modalidad de aquí y ahora, ha escrito Pedro Simón una novela brillante y conmovedora, Los incomprendidos, que da con el tono perfecto para mostrar los términos de la batalla: «Yo he visto madres –escribe– pidiendo socorro a su modo y pidiendo perdón y pidiendo una copa de vino. Yo los he visto arder a lo bonzo delante de mí, madres quemadas, padres que echamos humo. Yo los he visto derrotados, celebrando cada centímetro ganado al silencio del otro».
La novela es ejemplar en muchos sentidos, pero quizá su principal valor sea abordar de frente y apurar hasta las heces, en el relato del enfrentamiento entre un padre y su hija, esa escabechina tenebrosa, esa carnicería en la que acaba parando, para todos, sustituir el apego que nos salva por el encono que nos pudre, nos degrada y nos inutiliza.
Los personajes de la novela echan mano del amor que no se les ha apagado del todo para ganarle al silencio centímetros y sustraerse a la catástrofe. Quiere uno creer que queda también, entre tanta discordia colectiva, alguna voluntad de superarla.