El pasado Viernes Santo quedó definitivamente prohibida la presencia de animales silvestres en todo tipo de espectáculos, aunque serán los circenses los que deban tomar especial nota, por razones obvias.
No, nuestros hijos ya no podrán ver leones desquiciados sobre la pista, ni elefantes temerosos del pincho penetrando el costado, ni monos cabalgando caballos. Tampoco habrá padres que ofrezcan tan nefasta educación a sus retoños.
Que sí, que mucho mejor la educación en valores. Pero mientras esos padres perezosos se lo piensan, nada como prohibir. ¿Quién pudo ser el tonto que dejó escrito en las paredes de París aquello de Prohibido Prohibir? Ahora que lo pienso, pudo ser cualquiera de aquellos jóvenes tan idealistas como ingenuos.
Nada de esto debió haber sucedido nunca, pero pertenecemos a una especie poco virtuosa en lo moral, y los demás animales han pagado nuestro egoísmo. Mas la cosa se va encauzando, si no a la velocidad que muchos desearíamos, al menos sin pausa.
Y al filo de la anterior buena noticia, cerca tenemos ya el buen tiempo, y con él las fiestas donde se continúa abusando de animales que no desean estar ahí. ¿Qué por qué sé yo que no lo desean? Pues porque he aprendido a mirarles a los ojos, y con su mirada me lo dicen.
Si acaso alguno de ustedes lo precisa, haga la prueba, y me dará la razón.
Un sinnúmero de organizaciones reivindican desde siempre la celebración de fiestas sin animales. Antes que nada, porque consideran que estos no deben servir de mero atrezzo para los propósitos de nadie.
De hecho, los humanos hemos demostrado sobradamente nuestra capacidad para disfrutar solos, sin necesidad de someter a los demás a situaciones para ellos indeseables. Y bueno será recordar aquí que los animales no humanos padecen a su manera: los toros de manera bovina, y los patos de manera aviar, cómo si no.
Aunque lo dicho resulte evidente para una amplia mayoría social, todavía hay quien considera necesario usar algún animal en según qué espectáculos.
Seguro que un artículo de opinión no les cambia el pensamiento, pero es de esperar que al menos sirva para traer a colación algo que a muchos nos alegra: el paulatino cambio de mentalidad de mucha gente.
Es más lento de lo que quisiéramos, antes lo decía, pero también se trata de un fenómeno imparable. Y lo esencial es que se produce en la dirección adecuada.
Recurrir al uso de inocentes en fiestas desvirtúa el propio vocablo, pues no es fiesta la celebración que se nutre del sufrimiento de algunos para el divertimento de otros.
La Fiesta con mayúscula solo merece tal nombre si en ella gozan todos, y no es el caso.
Además, y aunque no seamos conscientes de ello, nos releva a un estatus ético manifiestamente mejorable, por cuanto los humanos sí conocemos la diferencia entre el bien y el mal, a diferencia de ellos. Esto nos abre las puertas de la empatía, y no hacer uso de tamaño regalazo nos coloca en una posición lamentable.
A pesar de todo, cada vez más gente entiende sin dificultad que los animales no humanos poseen una completa capacidad tanto para percibir tanto el sufrimiento como el bienestar.
Pensar lo contrario nos retrotrae a tiempos pretéritos. Y, en consecuencia, nos parece lógico que el pensamiento ha de ir parejo a los tiempos que se viven. ¿O no?
Nos congratula el hecho de que en un país como España se utilicen cada vez menos animales en fiestas, y ello es para felicitarse como sociedad. Si acaso el escenario no recomienda aún bajar los brazos, sí creemos que merece un aplauso.