Un año después de la invasión de Ucrania por parte de las tropas rusas, la verdad es que nada invita a pensar en un pronto final a este conflicto que tantas vidas se está llevando por delante y que tanta destrucción y tanto sufrimiento está generando. Más bien al contrario, todos los indicios apuntan no solo a una prolongación de la guerra –a Ucrania han comenzado ya a llegar los tanques procedentes de varios países occidentales–, sino también a una todavía mayor escalada en las tensiones. Una prueba de ello es el último discurso del presidente ruso, Vladímir Putin, con motivo precisamente del aniversario del inicio de la contienda. Ante una audiencia conformada, como ya es habitual, por militares y representantes de su partido único –cualquier protesta está prohibida y es duramente perseguida–, el dirigente ruso presentó una vez más la invasión de Ucrania como una operación ‘preventiva’ frente al acoso de la OTAN.
Acusó además a Occidente de degradación moral con argumentos ultramontanos que desgraciadamente encuentran eco en sus peones distribuidos por Europa. Y agitó, tampoco por primera vez, la amenaza nuclear, ahora con la suspensión de la participación en el único acuerdo de limitación de armas estratégicas que Rusia mantiene con Estados Unidos. No, no se vislumbra una salida a este conflicto, sobre todo porque el agresor no parece tener intención de detener los ataques, lo que hace estéril cualquier intento de llegar a una negociación. Y dejar la vía militar como único camino no conducirá sino a más muerte, a más destrucción, al tiempo que cierra cualquier atisbo de hallar una paz justa, que debe pasar por el abandono por parte de Putin de sus ansias expansionistas y por el consecuente castigo a los autores de los crímenes de guerra y contra la humanidad que se han producido en Ucrania. No, la situación no invita al optimismo. Y lo peor de todo es que mientras tanto cientos de personas mueren cada día.