En la provincia de Tarragona se suicidaron el año pasado 76 personas. Y otras muchas lo intentaron. En 2020, con la pandemia, se dispararon las cifras respecto al año anterior. Y en 2021 cayeron ligeramente, aunque seguían por encima de las del 2019 y de los años anteriores.
Mom Mariné, nacida en Vilabella y ahora residente en Blanes, intentó quitarse la vida en octubre de 2019. ¿El motivo? No lo sabe. Ni ella ni los profesionales en salud mental que la han acompañado y acompañan en su proceso. «En mi caso, y no me extrañaría que así fuera en muchos otros, creo que fue la suma de muchas cosas lo que me llevó al límite del dolor. Siempre hay una gota que es la que colma el vaso, sí. Pero el vaso tiene que estar lleno para que haya un desbordamiento», explica la joven de 34 años.
«Solo quería dejar de sufrir, pero no encontré nada que me ayudara a ello. Al fin, desesperada y cansada, ya no veía otra salida que el suicidio. Tenía un precio muy alto, pero nada deseaba más que encontrar algo de paz», asegura Mariné.
¿Su historial de gotas en el vaso? Pues de pequeña vivió varios episodios de bullying que intentó esconder a todo el mundo. Años más tarde, convivió con un trastorno de la conducta alimentaria que tampoco quiso compartir con casi nadie. Ya de mayor fue víctima de una agresión sexual en un tren de Rodalies. Poco después viajó a la selva amazónica ecuatoriana, donde ayudó durante dos años en la gestión de un centro de rescate, rehabilitación y reintroducción de animales silvestres víctimas del tráfico de especies. La última gota, la decisiva, vino al volver de Ecuador. «No podía quedarme más, cosa que me entristecía y frustraba muchísimo. Pero ya no podía soportar más crueldad hacia los animales. El día en que fui consciente de que algo no iba bien en mí fue cuando vi morir a un animal y, por primera vez, no sentí nada», relata.
Volvió de Ecuador el 19 de septiembre de 2019 y fue ingresada tras intentar suicidarse el 27 de octubre. Su madre fue quien la encontró inconsciente. Se despertó 72 horas después ingresada en un hospital psiquiátrico.
«Pocos días después de volver de Latinoamérica empecé con insomnio: cada noche alrededor de las 5 me despertaba la angustia, el corazón me iba a mil por hora, no podía respirar, me dolía el pecho. Durante el día tenía ataques de rabia que no sabía de dónde me venían. Lo único que sabía era qué era lo que me rondaba por la cabeza (al menos de forma consciente): me preocupaba no encontrar sentido a nada, aquí, después de haber estado en uno de los sitios más puros del mundo, sintiendo que hacía algo tan bonito y a la vez tan necesario para el bienestar de todos como es defender uno de los pocos pulmones de la Tierra», explica Mariné. Y añade: «Aquí todo me parecía un poco de plástico, pero «tenía que encajar», así que empecé a ponerme al día con las ocupaciones y preocupaciones de aquí. Corre a buscar un trabajo porque si no, no cotizarás; corre a volver a independizarte, a renovar todos tus documentos, a hacerte mil análisis porque «a saber qué llevas en la sangre después de haber convivido con comunidades indígenas», corre a estudiar algún Máster que tenga salida laboral, corre a ponerte al día con la tecnología y las redes sociales para no quedarte atrás, etc.».
«Tardó poco mi cabeza en convertirse en un arma de autotortura, pues vivía con un bombardeo constante de pensamientos asfixiantes del que no sabía salir. Intenté desconectar «de mí» de mil maneras distintas, como salir con los amigos, hacer deporte, dedicar tiempo a mis hobbies, tomar algún fármaco relajante y de venta libre, pero nada de nada. Ni mi cabeza y ya ni mi cuerpo tampoco (empezaban a temblarme las manos) me dejaban tranquila». Además, la joven lamenta que ninguno de los consejos que recibía por parte de sus círculos le ayudaba a desconectar la bomba de relojería que llevaba dentro y que sentía que iba a más. Pero tampoco lo explicaba con todos los detalles, pues asegura que no quería ser una carga para nadie. «Y al final, si tenían razón y lo que me pasaba era normal y lo que necesitaba era un tiempo de adaptación para que todo se pusiera en su sitio, sólo tenía que esperar un poco más», recuerda Mariné.
Pero, según relata, pasaban los días y «yo ya estaba harta de mí». La desesperación la llevaba a pensar en «cualquier cosa a cambio de un poco de paz». Cuenta que siempre había usado el dormir como herramienta de escape de muchas cosas, «ese ratito donde no existen los problemas», pero que ya no podía contar ni con ello. Por curiosidad, empezó a buscar información sobre el tema del suicidio, aunque al principio lo hacía un tanto incrédula: «¿Yo haciendo esto? Si solo ocurre en las películas, y ni sería capaz», pensaba Mariné. «No obstante, el desgaste crecía y la idea se me hacía cada vez menos extraña». Explica que, en esos momentos de búsqueda de información, viendo casos y más casos, se preguntaba cosas como si no se podría encontrar alguna manera menos dolorosa y escandalosa para que la gente que ya no quiere luchar más pueda morirse de una forma un poco más digna, y cuenta que le entristecía mucho pensar que incluso para «rendirse en la vida» tenía que luchar una vez más.
Frente a tal caos mental y emocional, llegó a pedirle a su madre que le ayudara a quitarse la vida para poder irse «menos sola». «Mi madre me dijo que no y decidió llevarme a una psicóloga. Puntualmente yo ya había ido a algunos, cuando era más joven. Y sabía que para empezar a sentir mejoría uno necesita tiempo. Un tiempo que no tenía, pues ya no quería alargar mucho esa situación», recuerda Mariné. Dos sesiones después, viendo que se necesitaba rápido un tratamiento farmacológico, la profesional la derivó a urgencias psiquiátricas. Ahí le preguntaron si tenía ideas suicidas y le advirtieron de que necesitaría alrededor de seis meses para empezar a notar los efectos del tratamiento.
Al cabo de dos días intentó quitarse la vida.
En el momento en que Mariné decidió suicidarse, ya había encontrado trabajo en Barcelona, donde se iba a instalar de forma inminente, pues quería «poner un poco de orden en mi vida». «Mi madre descubrió lo que había hecho unas horas después y me desperté al cabo de 72 horas en el área de agudos psiquiátricos del Instituto Pere Mata de Reus», relata la chica, que recuerda que «en ese momento no podía odiar más a mi madre, ya que no podía entender cómo la persona que me quería más en este mundo me quería tan mal. No podía creer que no respetase mi voluntad. Que escuchara más a su «no puedo perderla» que a mi «necesito dejar de sufrir», explica Mariné, que reconoce que «he tardado mucho en agradecerle que me salvara la vida».
Mariné estuvo dos meses internada en el área de agudos del Pere Mata. Cuenta que «en esa unidad recibí un tratamiento de choque que me redujo muchos de mis síntomas. Con tanto medicamento era una zombi, pero una zombi que no sufría tanto». «Poco a poco iba abriéndome a los especialistas, aprendiendo a poner palabras a lo que sentía, a normalizar ciertas cosas y también a no sentirme tan sola, pues al final estaba rodeada de gente que también estaba en un pozo».
Tras esos meses, a Mariné la derivaron al Hospital de Dia d’Adults de Reus del Grup Pere Mata, donde hizo un ingreso parcial de 6 meses de duración. Allí se visitaba diariamente con especialistas en salud mental, así como también asistía, junto a otros hospitalizados, a actividades propuestas por el centro para mejorar la vida de los usuarios y que dirigían psicólogos, psiquiatras, terapeutas ocupacionales, enfermeros y trabajadores sociales. Incluso las familias de los usuarios estaban invitadas a participar en algunas de ellas. «Tengo recuerdos muy bonitos ahí dentro. Aprendí cosas que, de haberlas sabido antes, quizás hubiera sabido hacer mejor las cosas. Me sentí tan bien cuidada por todos que empecé a quererme de nuevo», dice la joven.
Convivir con la pandemia
Cuando acabó su ingreso, se decretó el confinamiento por la pandemia de la covid. «Yo ya venía de varios confinamientos, era una experta en estar encerrada en algún sitio. Y de hecho me sentía profundamente cómoda sin tener que afrontar toda la complejidad que me esperaba ahí fuera. Pero a poco a poco iba normalizando muchas cosas y de repente ya estaba saliendo de esa burbuja. Como la gente de sus casas. Poco a poco pero con mucho cuidado», afirma Mariné.
En relación a cómo su familia vivió toda la situación, dice que «supongo que en todas las familias algo cambia después de algo así, y espero que siempre sea para bien. En la mía creo que hay cosas que se han desbloqueado. Ahora, por ejemplo, siempre que estoy con mi madre me pide dos besos antes de irnos a dormir. Puede parecer una tontería, pero en mi casa esto no lo es».
A día de hoy, Mariné trabaja y vive en Blanes con su pareja, un chico que conoció en Cambrils hace un par de años. Continúa con tratamiento farmacológico, de la misma forma que también sigue acudiendo a visitas regulares con especialistas en salud mental. «Confío plenamente en ellos. Se lo han ganado. Quiero cuidarme bien y no bajar la guardia. Nada es lineal y habrá altos y bajos», asegura.
«No quiero morirme»
En este sentido, confiesa que «no, no quiero morirme». Quiere continuar usando y aprendiendo herramientas que la ayuden a gestionar lo que la hace sufrir. Porque sufre. «Como todo el mundo. Cada uno lleva su mochila, y la mía hay días que me pesa más que otros. Pero ahora no siento que abandonar la mochila sea la única opción que tengo para encontrar paz. En este punto estoy ahora». Mariné se pregunta, con todo, por qué las escuelas imparten educación física pero no educación mental. «¿Cuánto sufrimiento nos hubiéramos ahorrado, de saber ciertas cosas desde pequeños?», señala Mariné.
Un mensaje
Finalmente, a una persona que se planteara quitarse la vida, Mariné le diría lo siguiente: «¿Quieres morir o dejar de sufrir? Seguro que hay herramientas para gestionar mejor ese dolor que aún no has probado. Si no tienes ganas de buscarlas, otros podemos hacerlo por ti. Intentémoslo. Siempre habrá tiempo de desistir».