Marcar una época no está al alcance de muchos. Antes que ella, en Inglaterra lo hicieron Isabel I o la reina Victoria. Hoy podemos hablar de una segunda era isabelina para denominar un largo reinado de setenta años que abarca la segunda mitad del siglo XX y el primer cuarto del XXI.
Los monarcas constitucionales y parlamentarios como ella ejercen un cuarto poder, que se añade al ejecutivo, legislativo y judicial que propugnaba Montesquieu. Unos lo denominan poder arbitral y otros, poder moderador. Nuestra constitución también lo consagra en su artículo 56. 1 cuando establece que «El Rey es el Jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia, arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones...».
Eso mismo ha hecho durante toda su vida Isabel II, aconsejando, sugiriendo, advirtiendo, siempre con un exquisito respeto a sus atribuciones constitucionales y a las que le consagra la Royal Prerogative o conjunto de privilegios e inmunidades reconocidas por el derecho consuetudinario y en ocasiones por el derecho civil como pertenecientes exclusivamente al soberano británico.
Isabel II ha sido gobernadora suprema de la Iglesia Anglicana además de cabeza de las naciones de la Mancomunidad Británica o Commonwealth. Ese componente religioso ha sido determinante para sentir su tarea como un sacerdocio, como algo de lo que dar cuenta ante el Altísimo además de ante su pueblo y ante la Historia. La coronación, en el trono de Eduardo el Confesor, y la unción de la monarca con el aceite sagrado –algo similar a un sacramento– por parte del Arzobispo de Canterbury, establecen una responsabilidad que va más allá de un mero encargo político o civil. Su íntima unión con los países del antiguo Imperio Británico y con los de la actual Commonwealth la hacían algo así como la madre de todos, ejerciendo una jefatura de Estado que posee especial simbolismo.
En efecto, la monarquía es en sí misma un símbolo representado no sólo por el monarca sino por todos los atributos que le rodean y representan: la corona, el cetro, el orbe, el trono, las armas o escudo real, el pendón regio, etc. Un símbolo en un mundo de símbolos en el que eso que los británicos llaman ‘regalia’ ejerce un poder cuasi hipnótico y taumatúrgico que une al ciudadano –el antiguo súbdito, cuando las monarquías eran absolutas– con la esencia de la nación. Es difícil sentir una vibrante emoción cuando un presidente de república jura su cargo, pero –como le sucedía a la americana Marilyn Monroe en El príncipe y la corista, de Sir Laurence Olivier– hasta los menos sentimentales pueden llegar a conmoverse en el fasto cargado de simbolismo de una coronación, ceremonia que, por cierto, ya sólo se celebra –en el ámbito europeo– en el Reino Unido.
Isabel II ha demostrado hasta la extenuación que se ‘casó’ con ese Reino Unido, y que su objetivo de servir a su patria y a cada uno de sus ciudadanos, manifestado en los primeros momentos de su reinado, fue, en efecto, el fin de su vida. Su labor como monarca ha seguido los estrictos y difíciles pasos de la ética, modernizando la Corona y haciéndola más transparente, pero sin perder la esencia tradicional manifestada en tantas ocasiones en esa estética del ceremonial regio británico. Esa ética y esa estética –muchos monárquicos aseveran que lo son por ambas razones– componen un edificio de consumada perfección en el que el rey –no debiéndose a ningún partido o fuerza política– es capaz de actuar con independencia y criterio propio teniendo como único fin el bien de la nación.
Isabel II pasó por innumerables problemas y tragedias, desde la segunda guerra mundial, hasta la muerte trágica y repentina de la princesa Diana de Gales, el incendio de su castillo de Windsor, que da nombre a la dinastía, el fallecimiento del príncipe Felipe, duque de Edimburgo, los divorcios de sus hijos Carlos o Andrés, el apartamiento de su nieto Enrique de las labores de representación, los escándalos de su hijo el Duque de York que le supusieron perder su tratamiento de Alteza Real y sus patrocinios reales y grados militares, la pandemia de Covid 19 que le obligó a recluirse en Windsor... Todo lo ha llevado con enorme dignidad y fortaleza, dos palabras que definían su carácter y actuación.
Con su muerte se pierde un referente para muchos monarcas europeos, pero su memoria y el preguntarse «¿qué habría hecho Isabel II?» en esta o aquella circunstancia, ayudarán a un mejor acercamiento a los problemas que debe afrontar y a las exigentes tareas que debe realizar un monarca moderno. Carlos III deberá ser digno de tal herencia, reforzar el papel de la Corona en un mundo cambiante y en un país ya separado de la Unión Europea, pero que forma parte indisoluble de Europa por geografía, pero, sobre todo, por sus valores, de los que la monarquía ha sido potenciadora y defensora.
Como Eduardo VII, su tatarabuelo, Carlos III tuvo que esperar largos años para convertirse en el monarca. Su tiempo fue denominado la ‘Era Eduardiana’ a pesar de que sólo reinó nueve años. Carlos III está en situación de reinar más tiempo, aunque, evidentemente, no tanto como su notable madre. Quizás su era pueda llegar a denominarse con el pasar de los años ‘Era Carlina, Carolina o Carlista’.