Al anatemizar las religiones, los occidentales hemos barrido todo lo que ellas suponen, en especial la moral, que comporta obligaciones que muchos hedonistas (nuestra sociedad lo es) no están dispuestos a respetar. Ignoran que la ética es una fuente de felicidad porque nos hace mejores personas. Hacer el bien –una exaltación de lo moral– es una maravillosa experiencia que muchos ignoran.
En su pequeño apartamento de Barcelona, el profesor José María Valverde me repitió su lema de que no «no hay estética sin ética». Lo moral es bello, pero también es cierto que no hay belleza sin moral. O sin ética, que es la filosofía de la moral.
Cuando todavía hay gente que cree que la moralidad estriba en la religiosidad, o cuando las creencias se basan en banalidades al borde del fanatismo, vamos mal. La moralidad es, sencillamente, el recto actuar según las normas naturales que los humanos llevamos dentro de fábrica. Nadie sabe el origen de estas normas aunque todos aceptemos que robar o matar es contrario a la Humanidad. Pero la llamada «moral natural» no se limita a eso, sino que se extiende ramificada a otras actuaciones. Porque las normas internas del bien y del mal nos obligan al respeto, concepto que no se contempla con carácter general en la vida política y social de este país imperfecto. No se trata de acuerdos políticos de no agresión sino de actuar aceptando a los demás y sus diferencias.
La comprensión del otro es la clave moral de la convivencia. Lo contrario es la putrefacción de la vida y la sociabilidad. La violación del derecho a opinar sin ser maltratado. Pero todo esto no interesa si no ayuda, creen ellos, a ciertos políticos en su actuar. En estos casos, es comprensible que muchos ciudadanos, con criterio, rechacen la inmoralidad de otros tantos políticos, el hacer y sobre todo el decir de quienes buscan el provecho propio, los que entienden la política como una lucha por el poder.
En España, llevamos siglos de Desastre en Desastre, palabra acuñada por la reina María Cristina en 1898 y que aún sigue vigente. No se trata, pues, de regenerar, sino de crear un nuevo marco moral para la política y la sociedad. Difícil empeño, misión casi imposible. Pero ¿debemos conformarnos? En el recto actuar está el denunciar que los objetivos no se cumplen. Aunque al menos habría de notarse cierta inclinación hacia una vida más ética, que es la forma más bella de vivir esta vida. Con eso, de momento, nos conformaríamos.