En defensa (peculiar) de Pedro Sánchez

05 junio 2023 19:08 | Actualizado a 06 junio 2023 07:00
Enrique Gómez León
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El mundo del fútbol nos ha familiarizado a todos con un fenómeno de validez y extensión universales: alguien recibido con vítores y aplausos es expulsado de malos modos cuando las cosas se ponen difíciles. El entrenador es quien asume ese papel con mayor frecuencia, pero también se han visto espectáculos muy regocijantes contra la junta directiva del club, y escenas no menos educativas en las que un jugador en concreto logra encarnar lo odioso por excelencia.

Poco después del mundial de fútbol de 1994, celebrado en EEUU, el defensa de la selección colombiana Andrés Escobar fue asesinado, al parecer, por haber cometido el error que eliminó a Colombia del campeonato.

Estos casos tomados del fútbol revelan con transparencia un mecanismo que ha operado y opera a lo ancho del planeta y a lo largo de su historia: un tipo investido de poder, a quien se atribuyen por ello mismo la prosperidad de las cosechas y la paz del pueblo, ha de sufrir la expulsión o muerte cuando deja de llover o amenaza la guerra.

Los antropólogos han descubierto y descrito este mismo esquema sacrificial en cientos de culturas y pueblos. Sin ir más lejos, tenemos a mano dos ejemplos muy distintos que dejan entrever el fenómeno: uno, que desvela el truco de la falsa culpabilidad con que es acusada la víctima –la crucifixión de Jesús de Nazaret, pocos días después de haber sido agasajado en Jerusalén con palmas y ramas de olivo–; y otro, que muestra como en broma la verdad del mecanismo: el rey de carnaval, responsable de desatar el desorden –en broma, claro– y responsable luego de su cese al ser ejecutado –también en broma, naturalmente–.

Nada más sencillo, así, que advertir la tendencia a buscar culpables entre aquellos que fueron antes redentores, si bien tenemos derecho a sorprendernos de que esto siga funcionando en ámbitos como la política democrática, que supuestamente se apoya en la discusión libre y racional de individuos que no creen en la magia. Y sin embargo es así, como tantas veces se ha visto en el pasado más reciente, y como se empieza a ver, y da la impresión de que se verá aún mejor en breve, tras el varapalo que ha sufrido el PSOE en las elecciones del 28 de mayo.

Escribo estas notas cuando comienzan a levantarse rumores, pero lo que redacto es más un vaticinio que una descripción de lo que pasa. Y el vaticinio es éste: Pedro Sánchez será acusado y denigrado, y si la cosa empeora, será ofrecido en holocausto.

Nada más sencillo, así, que advertir la tendencia a buscar culpables entre aquellos que fueron antes redentores

Por razones que espero se comprendan, tomo a mi cargo la tarea de defender a Pedro Sánchez, pero no porque aplauda su tarea de gobierno –esta no es la cuestión importante para mí ahora–, sino porque deseo subrayar la absoluta coherencia que ha guiado sus pasos, desde los ya lejanos días de los tejemanejes con las urnas en su propio partido hasta la sorpresiva convocatoria de elecciones generales hace unas pocas horas.

Incluso para alguien como yo, que intenta infructuosamente ser neozelandés, o al menos observar lo de aquí como si viviera en las antípodas, la secuencia de actos protagonizados por el presidente es de una claridad cegadora. Ya sea en lo que algunos juzgarán anecdótico –la turbia redacción y defensa de su tesis doctoral, la descomunal pifia de confundir a fray Luis de León con san Juan de la Cruz en un libro que hubo de retirar y corregir ante la coña de unos cuantos–, pasando por el continuo cambio de opinión en cuestiones cruciales –con quién pactar, a quién indultar, qué pasado olvidar y cuál rescatar...–, o evaluando acciones precisas de gobierno –vaciando de contenido las Cortes al legislar a golpe de decreto-ley, defendiendo una errática y completamente oculta política exterior, manoseando las instituciones presuntamente independientes, fabricando estadísticas creativas para disimular la verdad económica–, o atendiendo a sus prácticas en el partido –descabezando rivales, escamoteando las funciones de sus órganos de dirección, anulando el debate interno–, el balance es inequívoco: el presidente ha demostrado una gran y coherente determinación.

¿Coherencia, determinación? ¡Pero si ha cambiado de parecer mil veces! En efecto, pero como cambia una veleta, que gira hacia uno u otro lado porque está firmemente anclada en lo más alto del edificio. Que ello es así lo demuestra indirectamente la única doctrina que se le conoce, que en resumen viene a afirmar: «O yo o la ultraderecha», sin que nadie sepa adivinar qué significa exactamente «yo» o «ultraderecha», y sin que ello impida que la consigna puede tener cierto éxito, como cualquier eslogan pueril que difunda un anuncio de refrescos.

También se puede augurar que nos aguardan varias semanas de machaque en las que esta afirmación será repetida ad nauseam, convertida en argumento cuando en realidad no es sino la respuesta que le brinda a nuestro personaje el espejo de la madrastra de Blancanieves.

La base que sostiene la democracia representativa –es decir: el sistema de partidos– tiene mucho de vasallaje feudal

El catálogo de decisiones o bandazos de nuestro presidente puede ser jaleado, o puede haber sido celebrado, por muchas personas. También es obvio que muchas otras personas lo juzgan con severidad. Pero lo que debe ser denunciado –y esa es la única defensa a que aspira este escrito– es que ahora, o en un par de meses, descubran decenas de diputados y senadores, cientos de alcaldes y concejales, y acaso miles de enchufados varios, la negligente política del jefe de gobierno.

Que tantas personas, que todo un partido político –salvo contadísimas excepciones– haya sufrido durante cinco años u na especie de hemorroide mental, sufriendo en silencio las ocurrencias de Pedro Sánchez, y sólo al atisbar el abismo de la derrota descubran los errores de su jefe es algo en verdad muy triste. Y es triste por lo que tiene de demoledor: la base que sostiene la democracia representativa –es decir: el sistema de partidos– tiene mucho de vasallaje feudal.

Para «salir en la foto», como dijo una vez Alfonso Guerra, hay que estar calladito y «no moverse». Para seguir viviendo del presupuesto, hay que aplaudir. Para que cuenten con uno en las listas y en la subasta de los cargos, hay que asentir. Pero eso sí: cuando la ruina amenace el confortable reducto de los privilegios, muchos saldrán exhibiendo músculo moral. «Nunca estuve de acuerdo con aquella decisión», nos dirán.

Entonces llegará el momento de corresponder a tanta valentía animando a que tamaña demostración de dignidad alcance la misma gloria que la de los músicos del Titanic: hundirse con su capitán y así permanecer virtuosamente callados para siempre.

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