Conozco tres personas que han sido atropelladas, en zonas peatonales por transeúntes en patín eléctrico y en bicicleta. Una de ellas, anciana, ya no se recuperó de las lesiones y falleció. La convivencia en la calle, en el supermercado e incluso en las salas del centro de salud, si antes era egoísta, después de la pandemia –que no nos ha hecho mejores– es una ‘sin vivencia’.
Cada día en cualquier núcleo poblado se desarrolla una suerte de reto que no tiene nada de viral. El objetivo de cualquier ciudadano que le tiene cariño a su cuerpo y no desea acabar en urgencias consiste en no salir perjudicado por la falta de ‘espacio vital’, y con este concepto huyo como de la peste de cualquier referencia a aquel individuo con bigotito reposeído de esvásticas y grandezas, que proclamaba ‘Su lucha’.
Ese espacio ideal para circular sin hacer ni sufrir mal, que abarca la longitud que existe desde el cuerpo hasta la mano y el pie cuando extendemos las extremidades en ángulo de 90º o, si me apuran, en hora punta separando las piernas y poniendo los brazos en jarras, a punto de cantar una jota, está siendo invadido continuamente por personas que tienen serios problemas de cálculo de la distancia, tanto, como de respeto al prójimo.
Nos cruzamos con trastos rodantes que van a velocidades inaceptables. Sillas de ruedas, patines, bicicletas, andadores, carros de la compra, de suministros y de bebé que embisten, rebasando a personas con problemas de movilidad, lentos pero muy visibles con muletas y gente que, a veces, no puede ver y evitar lo que le viene encima. Estos vehículos y esas actitudes se han convertido en un peligro para un sector más vulnerable.
Hemos ganado en accesos a edificios, medios de transporte y señalización, pero el peatón está a merced de la imprudencia. Al no conseguir que se respete ese espacio que todos necesitamos para sentirnos seguros, cuando en una acera con un árbol cada tres metros donde solo cabe un peatón y medio nos vienen tres de frente sin intención de ceder el paso o alguien distraído que abarca mucho, nos vemos en la necesidad de parar y evitar el desastre. Algunos de esos que rozan nuestra zona vital se toman ese gesto defensivo como una cortesía, que también, aunque nos mueve más la desconfianza.
He observado tantas veces esa ligereza y hasta bravuconería de quien circula en superioridad de condiciones con riesgo de impacto, ese que acarreará lamentaciones, recriminaciones y una notoria pérdida de calidad de vida, que ante cualquier transeúnte invadiendo ese margen seguro he llegado a detenerme y exclamar ¿quieres pasar por encima de mí? o ¡me has dado un golpe y has estado a punto de tirarme! A una persona lesionada no le sirven las disculpas por un estúpido accidente tan previsible.
Hay gente, en especial en la cola del cajero, que tiene tendencia a acercarse demasiado, hasta el punto de que marcar el número secreto es otro reto de privacidad y hay que tirar de ironía: «Disculpe, señora, si quiere pagar lo mío, yo encantada».
En esta sociedad insolidaria prevalecen los derechos pero casi nadie tiene en cuenta, a pie de calle, los deberes. Hasta los delincuentes de antaño tenían cierta ética dependiendo de quiénes eran sus potenciales víctimas, pero hoy una persona es un cachorro de gacela entre leones provistos de auriculares, móviles, ruedas y mucha prisa.
En cuestión de civismo, y desde hace muchos años, lo raro es que se progrese adecuadamente. Lástima que en la excelencia de la era digital no entran los mínimos de educación y atención. Son tendencia la irresponsabilidad y el desinterés. Como dijo mi admirado Oscar Wilde: «Dadle una máscara a un hombre y os dirá la verdad». Dadle una muleta, y sabréis cómo son sus vecinos. El reto consiste en modificar esa desafección, que sí es viral, hacia nuestros semejantes.