La crisis financiera de 2007 sigue produciendo efectos. Según F. Hollande, quién fue presidente de Francia, aquella crisis y el rebato norteamericano en Siria en tiempos de Obama, convencieron a Putin de la decadencia de Occidente, a la que se refiere a menudo y la que le ha animado a invadir Ucrania, con la complacencia de la China comunista. Como buen autócrata, nos recuerda J. Fischer, el que fue ministro de asuntos exteriores de Alemania, la pesadilla de Putin no es la OTAN sino la democracia.
Durante toda la historia de la humanidad, democracia y propiedad privada siempre han ido de la mano para enfrentarse al poder público desmedido, a todo abuso de poder. Al no ser propietarios, sino siervos de algún rey o faraón quien era dueño de la tierra y de los factores de producción, con muchas obligaciones y ningún derecho, la democracia no exisió en ningún pueblo de la Antigüedad (Mesopotamia, Egipto). Excepto en Atenas, donde había poca tierra fértil y la misma estaba repartida entre propietarios, lo que posibilitó no solo su subsistencia sino su plena ciudadanía… y el nacimiento de lo que hoy conocemos como democracia. Naturalmente, también en Roma durante siglos; aunque en el momento de su colapso, tres familias pudieron haber sido los terratenientes privados más ricos de todos los tiempos. O sea, la concentración de la propiedad, sea en manos públicas o privadas, perjudica, pues, a la ciudadanía y a la democracia.
Esta tradición liberal se extendió con toda su fuerza en la Europa Occidental, especialmente con el parlamentarismo (dominado por propietarios) que se oponía al abuso de los monarcas (“lo público” en aquel momento), comenzando posiblemente con la Magna Carta (1215) llegando a su cénit con la Revolución Francesa (1789), que generalizó el acceso a la propiedad de la tierra frente a una minoría de privilegiados (1804). Había quedado claro que la propiedad privada, como algo inherente al ser humano, precedía al Estado, como defendieron con ahínco Santo Tomás y J. Locke.
No así en Rusia, como escribe R. Pipes, donde vikingos suecos (meros comerciantes, no colonos terratenientes), mongoles (que eliminaron la autonomía de las ciudades que se resistían a su ocupación), zares (que concedían o retiraban derechos sin necesidad de consultar a nadie) y, luego, comunistas no se esforzaron ninguno de ellos por distinguir entre lo público y lo privado; simplemente todo era suyo, su patrimonio, y lo gobernaban a su antojo. No por casualidad, Marx y Engels (1848) resumieron el comunismo como “la abolición de la propiedad privada”, que puso en práctica Lenin, iniciando la expropiación el 20 de agosto de 1918 de la tierra en las comunidades urbanas y que llevó a enormes hambrunas con los años. Putin es, pues, un digno heredero de esta tradición autocrática.
Pero no se confíen. Algunas democracias liberales, incluyendo la nuestra, aprovechando las innovaciones tecnológicas de control y todos los wokes que vayan surgiendo convenientemente, están tomando una deriva autócrata practicando ingeniería social, forzando comportamientos que no surgen de manera natural; imponiendo modelos, maneras de pensar y cuotas; lo que está bien o mal según criterios morales o ideológicos; laceración del dominio a través de controles de renta duros inconstitucionales o amparando okupas; subvenciones y ‘bonos’ para todos, todas y todes, cual annona anestésica romana, el último de estos días para los jóvenes, para que consuman lo que el Estado dice que es cultura, no para que la creen, como defiende B. Arruñada. Ay, esa ansia por el control y dependencia de los súbditos. Solo los propietarios, de sus casas y de su sustento, que cada vez son convenientemente menos (cultura del pobrismo), están en condiciones (y tienen el deber) de resistirse, porque no dependen de nadie, son libres y, entiendo, que quieren seguir siéndolo. Así ha sido durante cientos de años cuando nuestros antepasados se fueron liberando progresivamente de los autócratas de turno. Piensen que la propiedad privada solo existe porque las leyes, de momento, aún la reconocen (arts. 33.1 Constitución y 348 Código Civil). En cambio, aquellos que dependan de un casero (especialmente si es su alcalde u otro político de turno), porque las leyes no les han facilitado acceder a la propiedad y les han llevado a alquilar, o aquellos que dependan de subvenciones o de ciertos empleadores (especialmente si han sido designados a dedo o por cuota, y no por su capacidad o por lo que aportan), difícilmente van a poder (o querer) condicionar las decisiones de los poderosos. Ya lo dijo Kenrick en 1926: “La única forma de preservar la libertad es preservar la propiedad. La única forma de preservar la propiedad es distribuyéndola más equitativamente”. Es obligación, pues, de un buen gobernante posibilitar que todo el mundo tenga opciones de acceder a la propiedad privada, no quitársela. De ello depende la salud de nuestra democracia.