Hoy es un día especialmente emotivo. Tengo la suerte de poder decir que parte de mi vida pasa muy cerca de la catedral de París. Que su silueta me ha acompañado estos últimos ocho años. Desde el autobús, o simplemente caminando, buscas la Torre Eiffel y Notre-Dame. Son los faros de guía. En mi primera visita a la capital francesa, con catorce años, iba sola con la novela de Victor Hugo Notre-Dame de París bajo el brazo. Entraba cada día y me quedaba sentada un rato largo mirando el techo y las vidrieras. Soñando. Estaba en París. En aquella época las colas te permitían ir al Louvre a diario, a la Sainte Chapelle, y al Jeux de Pome sin problemas. Se ama una ciudad cuando la pisas, y cuando regresas a los mismos rincones, esos caminos secretos que te escribe la memoria. Cuarenta años más tarde voy a los mismos lugares: a la biblioteca de Sainte-Geneviève, a los jardines de Luxemburgo, al cementerio de Père Lachaise, a la Ile de Saint Louis y a la Place de Vosges. Son lugares típicos, no les descubro ningún secreto. Este no es el lugar. Pero sí les confieso que fue en Notre-Dame dónde me enamoré de París. Y ese amor es uno de los más tenaces de mi vida. Hoy vuelve a abrir sus puertas y en unas semanas intentaré entrar para saludarla. Seguro que me regresarán las lágrimas. Es una vieja amiga.
Notre-Dame
06 diciembre 2024 21:29 |
Actualizado a 07 diciembre 2024 07:00
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