El olor de la luz. A qué huele la luz. En principio a nada, pero eso no es verdad. Pienso. La luz huele al calor que desprenden las rocas calcáreas en verano. Cuando el sol las bate durante un mediodía. Ese es el olor de la luz. Este tipo de reflexiones son típicas de mis insomnios. El insomnio llegó a mi vida seguramente la primera noche que pasé en la Clínica Aldecoa habitación número 1. Mi abuela decía que yo era unos «ojos con bebé». Que no los cerraba. La noche imposible ha sido y es mi constante matemática. Desde mi ventana contemplo la oscuridad y no suele gustarme. Prefiero ver ciudades iluminadas como Tokio o Hong Kong, donde la vida no se detiene. Mis noches en los hoteles cápsula tokiotas eran plácidas, llenas de gente que tampoco conseguía dormir, cada uno en su pequeña cabaña. Que las minúsculas habitaciones puedan tener rango de palacio es algo que los afortunados que se caen rendidos con solo tocar el almohadón no comprenderán jamás. Dormirse no es un automatismo. Para muchos es un esfuerzo, una lucha titánica contra la necesidad absoluta de seguir despiertos, de no adentrarnos en la pequeña muerte. Cuando se consigue es como tener los dedos entumecidos de frío y meterse en la bañera con el agua humeante. El lujo de dormir no es un estado sino el paso de una línea, el umbral donde, de pronto, desaparece todo sufrimiento.
Insomnio
30 enero 2025 20:12 |
Actualizado a 31 enero 2025 07:00

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Un articulo de Natàlia Rodríguez
Directora
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