Aunque los resultados del pasado 26M admitían diferentes combinaciones para desencallar nuestro particular sudoku municipal, la resolución final del juego de coaliciones y apoyos externos para investir al nuevo alcalde ha sido la que probablemente tenía más visos de prosperar desde un inicio: ERC y En Comú Podem conformarán el nuevo gobierno local con el respaldo de JxT y CUP.
Supongo que más de un lector estará pensando, con razón, que siempre resulta fácil afirmar a toro pasado que un evento era previsible cuando ya se ha producido.
Frente a este lógico reproche, y sin ánimo de autoincensarme, ya predije este escenario exacto la misma mañana posterior a las elecciones en la tertulia política de Onda Cero Tarragona, y no por disfrutar de poderes adivinatorios, sino por la confluencia de diversas circunstancias determinantes. Atendiendo a la nueva composición del salón de plenos, eran tres las opciones de pacto que tenían los socialistas para conservar el poder.
Por un lado, era teóricamente posible un acuerdo con los republicanos, situando a Ballesteros como alcalde, aunque se trataba de una eventualidad prácticamente descartada desde la misma noche electoral.
Las bases de ERC jamás habrían respaldado un pacto que diera continuidad a un primer edil tan duramente criticado durante la última legislatura, y aún menos entenderían la renuncia a liderar un ayuntamiento que hace apenas unos meses parecía absolutamente inalcanzable.
Por otro lado, desde una perspectiva más personal, los trenes en política raramente pasan dos veces, y era probable que ésta fuera la primera y última posibilidad de Pau Ricomà para hacerse con la vara de mando en la plaza de la Font.
En segundo lugar, también cabía un pacto sociovergente para excluir a JxT del acuerdo confirmado ayer. Esta posibilidad, sondeada de forma agónica y estéril durante los últimos días, tenía a su favor aspectos de carácter nítidamente político (a determinado catalanismo bienestante siempre le ha incomodado verse relacionado con la CUP) y también el juego de intereses ajenos a lo estrictamente ideológico (no fueron casuales las apuestas de algunos medios por ver a Dídac Nadal al frente de la concejalía de urbanismo).
Sin embargo, en el actual marco de bloques confrontados, la posibilidad de que una formación apadrinada por Carles Puigdemont avalara la continuidad de un alcalde constitucionalista en detrimento de un candidato independentista parecía una quimera, como se demostró en la votación interna del pasado jueves.
Por último, la única esperanza viable del PSC para mantener el poder pendía de un eventual acuerdo con los comunes. Sin embargo, el reciente acercamiento de los socialistas al Partido Popular y Ciudadanos había distanciado a las dos formaciones de izquierda no independentista, pese a haber colaborado razonablemente bien en el pasado.
Las dudas se disiparon tras la votación a la búlgara del pasado lunes, en el marco de una reunión con luces y sombras (cada uno sabrá a quién cree, ante las versiones contradictorias de Ballesteros y Aguilar sobre el ofrecimiento o no de conformar un gobierno conjunto). Aun así, el suspense se ha mantenido hasta el último minuto, al filtrarse las tensiones internas que se desataron tras la asamblea de los Comuns, una formación con una tendencia irrefrenable a convertirse cíclicamente en una jaula de grillos.
Una vez desgranada una posible interpretación sobre los motivos que han impedido a los socialistas paralizar su defenestración, conviene desentrañar la lógica que subyace a la fórmula mixta de ERC y En Comú Podem en el gobierno, con el apoyo externo de JxT y CUP.
Por un lado, la entrada de Carla Aguilar en el ejecutivo municipal resultaba imprescindible para poder justificar un acuerdo controvertido, que de lo contrario podía haber sido interpretado como un pacto de independentistas con los comunes como convidado de piedra. Incluso entrando en el ejecutivo, un sector relevante de sus seguidores se ha sentido traicionado (si hubiesen querido que su papeleta respaldase un ejecutivo de perfiles claramente secesionistas, habrían votado a ERC o la CUP), de modo que es fácil imaginar el terremoto interno que podría haberse desatado si los Comuns hubiesen apoyado al candidato Ricomà sin ni siquiera tocar poder.
Paralelamente, la externalidad de neoconvergentes y cupaires probablemente tenga su origen precisamente en su propia animadversión y antagonismo político. La inclusión de ambas formaciones en el gobierno local habría convertido la plaza de la Font en el camarote de los hermanos Marx, además de suponer una auténtica tortura para Dídac Nadal y Laia Estrada, con posiciones diametralmente opuestas en numerosos temas. Por otro lado, la inclusión de uno sólo de ambos partidos en el ejecutivo habría conllevado la previsible negativa del otro a respaldar una coalición con miembros situados, al margen del debate nacional, en las antípodas ideológicas.
Como consecuencia de todo este galimatías, que deja las intrigas de Juego de Tronos a la altura del betún, nuestra capital cuenta desde ayer con un alcalde independentista, pese a que el 60% de los tarraconenses votaron por opciones diferentes al bloque formado por ERC, JxT y CUP. Carla Aguilar insiste en que «el pacto con ERC no es soberanista», y Pau Ricomà repite incansablemente que trabajará en clave de ciudad.
Sin embargo, la atmósfera general de la toma de posesión celebrada ayer ha disparado la inquietud de quienes temen que el nuevo primer edil siga los pasos de Quim Torra, un President más preocupado por la propaganda y la agitación que por la gestión de la realidad, un reproche amplísimamente compartido por la sociedad civil tarraconense, como quedó acreditado en el interesante reportaje de Xavier Fernández que el Diari publicó el pasado viernes.
En cualquier caso, el nuevo alcalde merece un período de gracia para acreditar si sus promesas de trabajar para todos los ciudadanos se transforman en realidades palpables, priorizando los intereses locales sobre dinámicas ajenas al ámbito estrictamente municipal. Por el bien de todos, esperemos que durante la legislatura que ahora comienza se materialice el nuevo impulso que Tarragona necesita, desplegando las infrautilizadas capacidades de una de las ciudades con mayor potencial del Mediterráneo occidental. Bona sort, Alcalde Ricomà!