Como colosales golosinas de piedra y ladrillo, las obras del que posiblemente sea el arquitecto más famoso de la historia hasta el momento, engalanan los paisajes urbanos de Barcelona y sus alrededores (con menciones en las Islas Baleares, Santander y León) con un estilo ecléctico y sumamente personal con el que su autor dio rienda suelta a su inventiva no solo aplicado en la arquitectura, sino que también demuestran su destreza en la jardinería, la escultura y otras artes decorativas como el dominio del hierro.
Gaudí nace en Reus (o Riudoms) el verano de 1852 en una familia de caldereros, un popular oficio antiguo de artesanos que fabricaban objetos de metal y se encargaban de venderlos de manera ambulante, y acabará convirtiéndose en uno de los máximos embates turísticos del país a partir de los años cincuenta tras desenterrar sus obras del diluido letargo del olvido en el que fueron sumidas tras su muerte en 1926. Sus creaciones son hijas de un periodo complejo en el que se trataba de reinterpretar los estilos del pasado ante las acometidas de la producción industrial que estaban desnudando estructural y estéticamente la realidad del arte y la sociedad de la época. El modernismo fue dual, una revolución estilística enclavada entre dos culturas visuales que evolucionarán a un ritmo feroz: la que termina con el siglo XIX y la que inaugura nuestra centuria. Ese tiempo responde a la mayor crisis sufrida por el hombre de Occidente. La revolución industrial acabará detonando en la distorsión de los estilos según la zona de influencia como el Art Noveau en Francia, el Arti Fiorali en Italia, el Jugendstyl en Alemania o la secession austriaca.
Las tensiones se ven de tal modo que el clima productor y carente de alma de lo constructivo, se transmuta en la búsqueda de nuevas formas que acercarán al hombre a una naturaleza de la cual cada vez está más alejado. La persecución de un beatus ille irreal grabado en canto.
Las obras que Gaudí comenzó a edificar en 1883 secundan los trazados neogóticos que se extendieron por toda Europa a lo largo del 1800 en una revisión de la estética antigua para encontrar un pasado que justificase la necesidad de un renovado sentimiento nacional. Esta búsqueda para exaltar un pasado glorioso acabará evolucionando en un estilo personal y ecléctico que posee el color y los ritmos de una construcción armónica junto a la gracia del dibujo. Con un desencadenante Pathos, la capacidad inventiva de Gaudí juega con los aspectos más irracionalistas y abruptos de la naturaleza disueltos en pura lírica visual.
El peculiar sentimiento plástico que le atribuye a sus obras crea un diálogo con el sentido emergente del simbolismo que acompaña la expresión bella; sus estructuras son experimentadas como esculturas habitables en contraposición al reciente Le Corbusier y sus máquinas para habitar, donde la utilidad sustituye a la estética. Gracias a su pasión plástica, las obras de Gaudí se pueden entender como una fusión y confusión de los dominios específicos de la arquitectura, la escultura y la pintura. No solo destacan por su virtuosismo ornamental y simbólico, sino que también atestiguan la excepcional contribución de las creaciones de Gaudí a la evolución de la arquitectura y las técnicas de construcción a finales del siglo XIX y principios del XX, con implementaciones sostenibles de ahorro de recursos, sin abandonar el aspecto estético del diseño. Los interiores ideados por el arquitecto son espacios pensados tanto para albergar al hombre, como para representar la naturaleza que en un momento de industrialización, deja de rodearlos. Es así como su autor ha pasado a ser uno de los máximos representantes de su época para la posteridad reconocido por la categoría que se asignó a sus producciones en 1984.
Sin embargo, hemos de conocer que, a pesar de que la función principal de la declaración de estos bienes como Patrimonio de la Humanidad es garantizar su protección y prevalencia para las futuras generaciones, también tiene un cometido para democratizar el arte. Pasa así a formar parte del selecto grupo de piezas que, por su capital interés social ha de poder ser disfrutado por toda la población. Pero, ¿es esto posible cuando la visita más sencilla roza los 30 euros en precio de entrada?
Es quizá el momento de reflexionar sobre el impacto económico del turismo masificado en nuestra escena cultural, y sobre la ética de permitir una gestión privada en un monumento Patrimonio Esencial de la Humanidad, y que, por tanto, puede recibir asistencia financiera y asesoramiento de expertos del Comité del Patrimonio Mundial para garantizar la mejor preservación de sus sitios.