Su lomo azul oscuro simulando piel hacía que su presencia en aquella estantería pasara desapercibida, pero las letras doradas la delataban. Saqué delicadamente la Biblia, durante tanto tiempo olvidada, y la abrí en busca del Génesis, mientras sus finas y sedosas hojas se escurrían entre mis dedos.
En el Libro de Isaías y en el de Ezequiel aparecían los reinos de Dadan y Lihyan, una encrucijada en las grandes rutas comerciales del incienso que cruzaban desde el sur de Arabia hasta Egipto y el Mediterráneo. Civilizaciones perdidas, ¿pero lo estaban realmente? Cerré la Biblia. Me rondaban muchas preguntas, pero allí no estaban las respuestas. Estas las encontraría en Al-Ula, en el norte de Arabia Saudí.
El paisaje de Al-Ula parecía de otro planeta. Grandes formaciones rocosas surgían a cada paso de entre las arenas, como lo harían las civilizaciones que habían permanecido miles de años enterradas bajo el desierto. El paisaje era tan hermoso, que hipnotizada, no podía dejar de mirarlo, pero aquello era tan solo el aperitivo de todo lo que me iba a regalar este lugar, allí se encontraba el tesoro arqueológico de Arabia Saudí.
El sol se colaba con fuerza por entre las montañas pintándolas de mil tonalidades de rojo. En su pared rocosa podía ver unos grandes nichos cuadrados, algunos de ellos decorados con relieves de leones guardianes, sin duda de influencia mesopotámica. Estas tumbas, las de los leones de Dadan, habían pertenecido a personajes importantes, quizá reyes o príncipes, pero los arqueólogos que trabajaban a mi alrededor, seguían aún en busca de más respuestas mientras desenterraban cada día más tumbas.
Más de 600 años a. C. aquella civilización haría de este lugar su última morada, pero no serían los únicos.
Estaban saliendo a la luz los restos de estos reinos milenarios y me costaba creer que yo fuera testigo de todo ello. Pero aún me quedaban por contemplar otros grandes tesoros históricos que habían estado escondidos miles de años a los ojos del mundo, entre ellos, la segunda ciudad nabatea más importante del mundo después de Petra.
Seguí caminando hasta penetrar en el desfiladero de Jabal Ikmah. Allí me vi totalmente rodeada por más de trescientas inscripciones y petroglifos, una auténtica biblioteca al aire libre indescifrable para mí, pero igualmente fascinante.
Como si pudiera escuchar sus murmullos, las paredes parecían hablar entre sí. No lo podía creer. Estaba ante la mayor colección de inscripciones del antiguo reino c. Seguía sin salir de mi asombro. ¿Cómo había podido estar aquel tesoro tanto tiempo oculto?
El desierto de Al-Ula era un gran reloj de arena que jugaba con el tiempo, lo había detenido por completo durante miles de años preservando intactos los restos de muchas civilizaciones, entre ellas, una de las más fascinantes de la historia. Me disponía ahora a adentrarme en Hegra, la gran necrópolis nabatea de Arabia Saudí y territorio prohibido según algunas creencias.
Hegra, también conocida como Mada’in Saleh, aparecía ante mí como un regalo. Me sentía tremendamente afortunada de poder contemplarla con mis propios ojos. Aquel lugar era uno de los motivos que me habían llevado a Arabia Saudí, me costaba contener la emoción.
Cerré los ojos e imaginé su máximo momento de esplendor, a mi alrededor, caravanas de camellos lo invadían todo. Cargadas de especias, incienso y mirra habían llegado hasta aquí cruzando las arenas del desierto desde la India y el sur de Arabia camino al Mar Rojo.
Nómadas del desierto
Los nabateos eran nómadas del desierto que con el tiempo se convirtieron en un imperio que controlaba las grandes rutas comerciales. Como hicieran en Petra, Hegra se acabó convirtiendo en una gran necrópolis, donde las tumbas excavadas en macizos de arenisca eran también una demostración de riqueza. Talladas de arriba hacia abajo siguiendo las antiguas técnicas arquitectónicas nabateas, además de leones, águilas e incluso esfinges femeninas, no faltaba ni en las más sencillas un friso de dos escaleras con cinco peldaños para conducir las almas al cielo. Pero aún me faltaba por ver el Qasr Al Farid, el castillo solitario, la tumba más icónica de la necrópolis y la única inacabada. Al ver su silueta en el horizonte se me erizó la piel. Su majestuosa fachada de 20 metros de altura parecía un portal al más allá.
Contemplé fascinada y en silencio aquella gran roca, mientras la brisa del desierto jugaba con mi cabello y se enredaba entre los pliegues del bisht, la capa de gala saudí que llevaba puesta. Quizá como los petroglifos, los nabateos también me estuvieran enviando un mensaje.
Aquel lugar quedaría grabado para siempre en mi retina y también en mi corazón.