El New Yoker, con su célebre y habitual humor y finezza, ilustraba esta semana la previa de las elecciones en Estados Unidos con una Estatua de la Libertad haciendo equilibrios, cual funambulista, sobre un cable tendido entre dos rascacielos. La libertad tambaleándose sobre el abismo. Estados Unidos a punto de caer a un lado u otro. Los equilibrios de una nación polarizada.
En el momento de escribir estas líneas, las encuestas seguían dando unos márgenes muy estrechos entre la candidata demócrata Kamala Harris, de 60 años, y el republicano, Donald Trump, de 78. Para la madrugada de este miércoles, los electores estadounidenses ya habrán depositado sus papeletas, los primeros resultados habrán comenzado a emerger, y se empezará a divisar quién será el nuevo inquilino de la Casa Blanca.
Independientemente del resultado, sin embargo, hay una circunstancia que no cambiará de la noche al día: los norteamericanos ya viven en los Estados Desunidos de América. Aunque la polarización no es nueva en un país que ha sufrido una guerra de secesión y que ha vivido auténticos choques culturales y sociales en los 60 (hippies, Vietnam, lucha por los derechos civiles...), la actual fractura parece llegar a límites inauditos.
No se trata de un fenómeno de generación espontánea. Se lleva fraguando muchos años: desde la emergencia de las grandes cadenas populistas de televisión y radio, hasta la explosión de las fake news en las redes sociales. Sin embargo, esta es una división que se ha profundizado y exacerbado desde la aparición del magnate Donald J. Trump como animal político.
El extremismo de su primer mandato y, sobre todo, el asalto al Capitolio tras su derrota en las presidenciales de 2020 –propiciado por sus acusaciones de fraude electoral–, son el último ingrediente que faltaba para la división desaforada entre los estadounidenses.
«La gente de partidos distintos no quiere interactuar ni vivir cerca los unos de los otros y no quieren que sus hijos se casen con los de los otros», explicaba recientemente la académica Rachel Kleinfeld, del Carnegie Endowment for International Peace. En la misma línea, un estudio de la Universidad de Pensilvania, indica que la animosidad contra los seguidores del otro partido no desaparece tras las elecciones, e incluso hace que se tolere y apoye «la violación de normas básicas democráticas o el uso de violencia política» por parte de los partidos y sus líderes.
Esta animadversión emocional y política, que ya ha tenido estallidos violentos, se traduce también en las urnas, hasta el punto que cada partido tiene asegurado cerca del 40% de los votos, y sólo tienen que luchar por el 20% restante, en manos de unos pocos indecisos. O, lo que es lo mismo, sólo tienen que encargarse de ganar en siete estados –Pensilvania, Michigan, Wisconsin, Arizona, Carolina del Norte, Nevada y Georgia–, ya que en el resto, salvo sorpresas, el pescado está todo vendido a favor de unos u otros.
Gobernar sobre la división
Tanto demócratas como republicanos han potenciado y se han nutrido de esta división, que también favorece una mayor fidelidad entre sus partidarios. «Polarizar al público te ayuda a ganar elecciones», opina Kleinfild... Aunque también deja para el ganador –sea quien sea– un avispero difícil de gestionar.
Según un estudio de Jennifer McCoy, de la Universidad de Georgia, y Murat Sorner, de la Universidad Koç de Estambul, los niveles de polarización en Estados Unidos ya duplican la media mundial y hacen que el país se asemeje más a «autocracias electorales» y «otras democracias más jóvenes, menos prósperas y gravemente divididas», que no a «sus homólogos de democracias más consolidadas». Los niveles de democracia y las libertades también han bajado: once puntos en los últimos años. La nota actual de Estados Unidos es de 83 sobre 100, según la ONG Freedom House. Igual que Rumanía y Panamá, y por debajo de España o Italia (91).
La brecha entre los estadounidenses se da también en el ámbito educativo. Mientras que en 2006 no había apenas diferencias entre el nivel de estudios de los votantes demócratas y los republicanos, en 2020 Biden obtuvo el apoyo del 54% de los electores con estudios universitarios, mientras que la mayoría de los simpatizantes de Trump carecían de ellos.
A esta diferencia se le une la dialéctica de unos contra otros y de guerra cultural: wokes contra conservadores, religiosos contra ateos, blancos contra racializados, pobres contra ricos... Estas divisiones no son estancas –hay republicanos homosexuales o latinos, y demócratas religiosos o multimillonarios–, pero sí definen a grandes rasgos el debate político.
Trump y Harris difieren en la mayoría de sus ideas políticas –gestión de la inmigración, medio ambiente y cambio climático, aborto o derechos civiles–, y coinciden en muy pocas: su apoyo a Israel –aunque Trump es imprevisible y Harris ha prometido apoyar más a los palestinos–, la competencia con China –aunque con estrategias diferentes–, y el apoyo a Ucrania –aunque Trump podría abandonar a Zelensky sin pestañear–.
Así, el principal punto en común entre ambos es el odio que se profesan, hasta el punto que Trump ha tildado a los votantes de Harris de «enemigos internos» y la demócrata ha llamado «fascista» al magnate. Lejos quedan escenas como la vivida en el duelo entre Obama y McCain, cuando el republicano hizo callar a una simpatizante de su partido para defender de un bulo a su contrincante. Hoy, impensable.