L a incorporación de Antonio Tocornal al catálogo de Sloper demuestra, una vez más, el impecable tino de su director editorial, Román Piña, así como la ceguera contumaz de los grandes sellos, que dejan escapar a excelentes autores a cuya consagración contribuirían de forma decisiva desde sus aparatos privilegiados de distribución.
A falta de todo ello, Tocornal se ha granjeado su prestigio a través del boca-oreja y gracias al bastión de las editoriales independientes, desde donde la literatura sigue defendiéndose de los embates del mercantilismo más atroz.
Tocornal publica ahora Cadillac Ranch, una colección de 15 relatos, la mayoría de ellos premiados en diferentes certámenes, lo que se podría argüir como aval de calidad si no fuera porque basta con que los haya escrito Antonio Tocornal.
El común denominador de todos estos relatos es la integración natural de lo insólito, fantástico o anómalo en el mundo cotidiano de sus personajes, lo que produce la perturbación y la sorpresa en el lector.
Esta poética de lo inaudito, la aborda Tocornal en dos relatos metaliterarios: «Lo insólito» y «Cuarto cerrado». La fórmula de marras podría simplemente constituir una demostración de la portentosa imaginación del autor, pero con Tocornal conviene ir algo más lejos.
Efectivamente, aunque sería también legítimo, cuesta creer que muchos de los relatos aquí recogidos no aspiren a trascender su propia naturaleza maravillosa para punzar las conciencias, denunciar injusticias o conmovernos el corazón.
Así, el tema de la soledad, recurrente en casi todos los relatos, se metaforiza en esa casa que se expande infinitamente dejando a su inquilino en un aislamiento ártico; o en ese empresario de éxito a quien una sobrevenida atonía de la voluntad le impide salir de su coche de alta gama el día que iba a cerrar una operación millonaria, trasunto, probablemente, de la desnaturalización y vacío de la vida de lujo. «Ayúdeme a salir» podría ser un alegato contra la invisibilidad y «Los cacharritos» simboliza la vida detenida de una muchacha que sigue montada, año tras año, en la misma atracción de la feria.
En el delicado relato «Hanami», un hombre solitario se dedica a contemplar la belleza de sus flores marcescentes.
Otros temas desfilan por el libro, como la parodia del estilo de vida americano que se aborda en «Cadillac Ranch», una suerte de road movie literaria con visos de redención personal; o la crítica a la servidumbre de los artistas a un fatuo mercantilismo que los explota y los desfigura en «Cara de mujer con tres ojos».
En «Un pueblo pequeño y pintoresco», al personaje le crece un pueblecito en la palma de la mano, lo que nos lleva inevitablemente a pensar en una especie de alegoría religiosa, el dios caprichoso que juega con los hombres.
Y en «Ya no hay luciérnagas» asistimos al sobrecogedor desdoblamiento de una madre y su hija muerta, con el que aquella mantiene viva a ésta. La importancia de lo azaroso se refleja en «La misión» y hay un halo de misticismo exótico en «Cundi Macundi».
Con su habitual estilo preciso y quirúrgico, su sentido de la ironía y el lirismo de sus estampas, Tocornal (o sus moscas) nos regala un tesoro de contento para quienes siguen creyendo que la literatura debe aunar la forma y el fondo.
En este sentido, Tocornal ensambla ambos conceptos con el magisterio con el que lo hacen los escritores que no se conforman con viajar por las carreteras de la literatura con menos que con un Cadillac
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