Hay algo en el tono y los temas de Ensayo general (Anagrama), de Milena Busquets (Barcelona, 1972) de despedida de las cosas que ya no volverán a suceder. Lo hay en el primer texto, un catálogo de lo perdido con el tiempo subrayado –como descubrimos en la última línea del artículo– por una ruptura reciente: “Acabo de dejar a un hombre del que estoy enamorada y tengo ciento cincuenta años”. Pero no hay lamento. Este volumen es por momentos arrebatado y por momentos ligero. Pasa como con aquel juego en el que daban beso o tortazo, en los artículos aquí recogidos hay de los dos y nunca sabes cuándo va a llegar qué. Hay algo así como una recapitulación de lo sabido, que a la vez es reconocimiento de lo no sabido, hay una defensa de sus héroes, como Javier Marías, que es también un elegante ataque a sus detractores: “Ojalá no estar nunca del lado de los artistas que dan lecciones de bondad, de civismo y de comportamiento poniéndose a ellos de vomitivo ejemplo (yo quiero que un artista me conmueva, que me haga llorar, que me ayude a aceptar que un día moriré, no que me indique por dónde debo cruzar la calle). [...] Por último, vi con tristeza que unos cuantos mediocres, muy finos ellos, decían con supuesta delicadeza y exquisitez , pero en realidad se trataba de una puñalada trapera más, que ya no leían sus artículos (que fueron hasta el último día mejores que los que escribimos y escribiremos todos en este país) para no coger manía a sus novelas”.
El superpoder de Milena Busquets es que con esa aparente ligereza te cuela sentencias inapelables y desarmantes, como cuando explica que la experiencia de la maternidad se conoce antes como hija que como madre, opiniones contundentes ajenas a la moda, ajenas a si lo que se lleva es ir a favor o en contra de la corriente –en realidad, de las dos maneras se reconoce la corriente, ella la ignora–, escribe sobre El Principito, que tiene tantos detractores como defensores, y cuenta que fue el primer libro, el que la hizo desear escribir, y sin embargo no descubrió que moría hasta treinta años después de haberlo leído.
En todos los textos hay algo, una frase, una idea, una resolución sintáctica con gracia, un algo inesperado, pero la mejor pieza del libro es la que dedica al décimo aniversario de la muerte de su madre, la escritora y editora Esther Tusquets, “Diez años menos tres días”, una presencia constante en el libro: “Y como no fui joven en los años sesenta y soy mucho menos rica que ella, tengo más autocontrol. Además hago yoga”. Cuenta que no leyó a su madre en vida, a pesar de la insistencia de la madre “no sentía el menor deseo de leerla, temía sus confesiones amorosas y sentimentales, y ya la quería todo lo que un ser humano podía querer a otro. Aunque ella en su infinita vanidad pensase que sí, leerla no me hubiese hecho quererla más, solo me hubiese hecho conocerla más, y no es seguro que los hijos deban conocer a los padres”. Esta pieza es una carta de Busquets a su madre en la que le dice que sabe que la quiso: “Y finalmente un día entendí que mi madre [...] decidió querernos y educarnos con o que consideraba su parte más valiosa: la cabeza”.
Busquets deja algún que otro recado (“¿Cuándo empezamos a pensar que hacía falta tanta luz para todo?”), se ríe de sí misma (a propósito del modo de vestirse, dice: “soy terriblemente esnob y bastante anarquista, una combinación típicamente burguesa”) y reivindica la frivolidad –característica que se esgrime también para denostar su literatura, apelando a su actitud vital sobre todo–. Se cruza con un tipo que le dice que ha leído su libro y que bueno, no era gran cosa, no estaba mal; ella responde: “Es mejor que todos los tuyos”. No hay espíritu de la escalera en Busquets, que poco después confiesa: “No lo dije por reivindicación feminista, no lo dije para sacudirme de encima uan vez más [...] el paternalismo estomagante [...]. Lo dije porque tenía prisa, porque quería llegar a la pastelería antes de que cerraran, porque al día siguiente era mi cumpleaños y, sobre todo, porque era verdad”.