Ayer, ya bien pasado el meridiano del día, mientras estaba tomando algo con unos amigos, desde redacción se me encomendó la tarea de escribir un artículo sobre «una feria del vino en Porrera».
Comentaban entre risas: «¡a quien se le ocurre mandarte a ti a revisar una feria de vinos!». Quiero pensar, que la chacota de las palabras de mis compañeros y su extendido recochineo tenía que ver con su especial envidia, e iba dirigido a mi manceba edad, y no a las extensas historietas que compartimos a la compañía de vino.
Aun así, la mosca me sigue rondando. ¿Qué se supone que puedo escribir yo sobre una feria del vino? Mi especialidad es la historia del arte, y a pesar de que los humanistas solemos pecar de pedantes, siempre estereotipados con un buen vino y un cigarro a la europea, la enología es un campo que se me escapa de mucho.
Aun así, la cosa se anima. Reúno al grupito y les propongo el plan entre las montañas del Priorat.
Llega la noche, y con ella la cancelación de mis acompañantes. ¿Y ahora qué? Tocará recurrir a aquel que siempre sufre y resigna mis contiendas fallidas: mi padre.
Llega el momento de marchar y, como una rutina cuando se acerca el frío, de la boca de mi padre sale el típico «abrígate, que ahí arriba refresca». Resoplo.
De repente, el paisaje se llena de viñedos que se asoman entre los cerros, y, después de la odisea para aparcar, nos adentramos en el paseo con las diversas mesas referentes a las bodegas del territorio, 25 en total me comenta Gerard, el presidente de la Asociación de cellers de Porrera. El Tasta Porrera lleva haciéndose desde el 2009, y ha creado un espacio de referencia donde se une gastronomía, enología, y me atrevería a decir que música, para atraer visitantes de todo el territorio. Vamos caminando y los primeros fríos de invierno quedan opacados por los aromas afrutados que te monopolizan todos los sentidos. Entre risas y charla, entre nosotros, desconocidos, o viejos amigos que se reencuentran, avanzamos mesa tras mesa, hasta que el ambiente rojo purpúreo se carga con unos aromas dulces de paella, estofados, pa amb tomàquet y diversos postres. ¡Pero en que clase de paraíso nos estamos adentrando! Ya con la última consumición de la cata, y con un plato de comida en la mano, mi padre se sienta cerca del río Cortiella, mirando a un pintoresco puente que queda adornado entre viñedos, sonríe, y con cuidado murmura «ves como tenías que coger abrigo. Aquí arriba refresca más».
Y es ahí donde me doy cuenta de que, esto va mucho más allá del vino; se trata de momentos, sonrisas, amigos y familia. Un pequeño lapso entre la monotonía mundana para rescatar la identidad cultural que tanto nos enorgullece a través de preservar y valorar los años de historia, la experiencia, el paisaje y las tradiciones propias del cultivo de una región majestuosa.