David Lynch: la subversión protectora

La muerte del cineasta de Montana ha conmocionado a la comunidad cinéfila y cultural

25 enero 2025 13:58 | Actualizado a 26 enero 2025 07:00
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El día después de que se anunciara la muerte de David Lynch, intercambié algunos correos con un compañero crítico, quizá uno de los mayores expertos en la obra del director de Terciopelo azul. Él me comentaba que el duelo unánime le había asombrado. «Quizá hay más gente lynchiana de la que suponíamos», me dijo. Y yo quise transmitirle una sensación, la de que esa respuesta, ese duelo global, no era únicamente desde la cinefilia, sino desde el reconocimiento de su humanismo. Para nosotros (para la sociedad, si se quiere o para la humanidad si se prefiere), la figura de Lynch era algo así como un confort. En un mundo oscuro, complejo, tan a menudo incomprensible, Lynch nos ofrecía una suerte de guía. Todo es extraño, decían sus imágenes, y en esa extrañez navegamos. Hay quien pueda creer que se ha ido el más marciano de los cineastas contemporáneos, yo pienso que nos ha dejado el que mejor comprendió al mundo y al ser humano; y es por eso que nos duele tanto, porque lo que queda ahora es orfandad.

Las respuestas al fallecimiento de Lynch han sido diversas, y entre ellas destacan las de aquellos que lo trataron de cerca, especialmente sus actores y actrices, y especialmente los más icónicos: Laura Dern y Kyle MacLachlan. Este último escribía en Instagram que el director había visto en él algo que ni él mismo había podido atisbar. Citaba, también, el comienzo de su colaboración: definía aquella película como la primera y última vez que Lynch hizo una obra de gran presupesto. El título de aquella cinta era Dune. Es cierto: por aquel entonces, Lynch era un director joven, que apenas había firmado dos rarezas, Cabeza borradora y El hombre elefante. De alguna manera, el salto a la película con músculo financiero fue un fiasco. Dune sigue siendo, y quizá todavía más a día de hoy con motivo de los remakes que se han hecho de aquel título, un film de culto; pero no fue aquello debía ser. Ahí había ya un signo: el cine de Lynch nunca fue lo que se esperaba. Y, sin embargo, de aquel traspiés surgió algo más: una película que, en cierta manera, establecería las coordenadas del cine lynchiano. Terciopelo azul sigue siendo, para mí, un musical sin escenas musicales, un viaje a un mundo pesadillesco, y el reconocimiento de que bajo la superficie de la normalidad hay un submundo oscuro, que aunque sea el de los sueños o el de la ficción hollywoodiense. En Terciopelo azul, MacLachlan es un joven de provincias que, tras encontrar una oreja mutilada en el suelo, quiere jugar a los detectives. Ese deseo (sí, el cine de Lynch versó sobre lo inconsciente, ya fueran los sueños o el deseo) le lleva a pasarse al otro lado, a una suerte de ficción.

En una escena de la primera temporada de Twin Peaks, el agente especial Dale Cooper, se enfrenta al forense del FBI que ha llegado para hacer la autopsia de Laura Palmer. El investigador interpretado por MacLachlan está molesto por la deshumanización con la que su compañero trata el cuerpo de la víctima, pero también por cómo no contempla el dolor de una comunidad pequeña y cerrada que ha quedado completamente desolada ante un crimen tan violento. Tras la primera discusión con el forense, Cooper agarra la mano de la joven asesinada y la coloca con delicadeza sobre la camilla. Ese gesto, esas palabras, ese enojo son los del protagonista, pero se corresponden perfectamente con la mirada del cineasta. Lynch creó una de las series más subversivas de la historia de la televisión a partir de un modelo canónico como el del relato detectivesco, y de ella extrajo un universo propio.

Lynch atisbó la era dorada de la televisión antes de que esta llegara. Cuando hizo Twin Peaks eran los noventa; quedaba una década para series como Perdidos o Los soprano. Entendió, también, la realidad escindida del siglo XXI antes que nadie, y la plasmó en la mejor película contemporánea, Mulholland Drive, en la que la idea del tránsito se evidenciaba mediante un quiebro a mitad de metraje. Se movió entre la serialidad y el cine con tal soltura que logró, hace apenas unos años, volver a Twin Peaks y hacer una serie que era mejor que cualquier película del momento.

De Lynch siempre se apeló a la esfera onírica de sus películas; y, sin embargo, para mi su cine se sostuvo también sobre una concreción, una fisicidad, una visceralidad del dolor. Nadie filmó las lágrimas del desamor como Lynch lo hizo en Mulholland Drive, y nadie hizo lo propio con la pérdida y el desgarro como él en Twin Peaks, una serie atravesada por lo absurdo, por los sueños, por los códigos del género policíaco, pero también por la entereza de un detective obsesionado con reparar el dolor de la muerte de una mujer joven. Alguien que comprende el dolor de esta manera, que lo filma en toda su dimensión, solo puede hacerlo desde el más profundo humanismo. De la misma manera que solo aquel que cree en la luz y en la bondad puede adentrarse a la oscuridad y al terror.

En el funeral de Laura Palmer en Twin Peaks, alguien decía: «te querré y te echaré de menos cada día hasta el resto de mi vida». La actriz Laura Dern hizo suya esas palabras para despedirse de Lynch, desde el dolor y desde la ternura.

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