Maño por origen –nació en Calatayud– y tarraconense por adopción –llegó a la ciudad con cuatro años–, José Luis Calderón es un hombre que ha entregado su vida a sus dos grandes pasiones, la abogacía –fue decano del Colegio de Abogados de Tarragona– y el deporte –fue el presidente del Nàstic que llevó el campo a su ubicación actual–. Hoy, con 96 años, sigue al pie del cañón. De hecho, la conversación transcurre en su oficina, ubicada en el edificio que se halla frente a El Corte Inglés.
Acude a su despacho cada día e incluso aún lleva algún caso. ¿Nunca ha pensado en disfrutar de la jubilación?
Sí, es verdad, vengo al despacho cada día por la mañana. Aún hay gente que confía en mí, así que sigo activo. En concreto, ahora llevo un caso sobre un complejo urbanístico en Salou. Seguir trabajando me da vida y me hace no sentirme un parásito. ¿Jubilarme? Eso de dedicarme a pasear por la Rambla no va con mi carácter.
Pero su actividad profesional y su vida social se habrán reducido algo, ¿no?
A la fuerza. En agosto enterré a mi mujer, a la que conocí con 19 años y con la que disfruté de toda una vida juntos. Ahora mi vida social consiste en ir a muchos entierros. Es lo que tiene envejecer.
Hijo de un funcionario de la Administración de Justicia, abogado y padre de abogados. Imagino que en su casa ni se pregunta a los niños qué quieren ser de mayores.
Sí, mi padre no tenía título pero le habilitaron para ser secretario judicial. Llevamos la abogacía en la sangre. Y tengo dos hijos que han seguido mis pasos y son abogados, pero mis dos hijas eligieron otro camino y son psicólogas.
Ha llevado cientos de casos. ¿Recuerda el primero?
El primer cliente que tuve fue una mujer de Vila-seca. Era un asunto de tierras, una reclamación de tipo económico. El abogado de la parte contraria había sido mi profesor de Derecho Procesal, un catedrático que era el ‘coco’ de la universidad. Me aprobó el examen pese a que dije una barbaridad. Y en el jucio le halagué de entrada, pero luego le dije que, igual que se equivocó en aquel examen, se equivocaba ahora. Y gané.
¿Algún caso que haya siginificado para usted algo especial?
Uf, tantos... Una de las mayores satisfacciones de mi carrera la viví en uno de mis primeros juicios, en el que pedían para el reo nada menos que la pena de muerte. Eran tres procesados. Yo llevaba la defensa de uno de ellos. Habían asesinado a una mujer y le habían machacado la cabeza con una piedra en la orilla del río Ebre, en Tortosa. Había poca posibilidad de defensa y además yo actuaba de oficio. Solicité que declararan tres peritos psiquiátricos, pero el tribunal no me lo concedió y decretó pena de muerte. Presenté un recurso ante el Tribunal Supremo y conseguí que se anulara todo el juicio, por lo que tenía que volverse a celebrar. Cuando se hizo ya no estaba vigente la pena de muerte, así que la condena fue a años de cárcel. Salvé la vida de mi defendido y de los otros dos acusados.
¿Cómo fue ejercer la abogacía durante la dictadura?
Tenía sus cosas, pero yo siempre me sentí con libertad para ejercer mi profesión. Siempre he tenido mucho respeto y consideración por los jueces, pero nunca consentí que me intimidaran.
¿Alguna vez le ha creado un problema de conciencia defender a un acusado de un crimen horrible?
No, yo defiendo el caso que se me ha encomendado. Sí es verdad que en algunas ocasiones preguntaba al reo si era culpable o inocente y en función de su respuesta le defendía de una forma o de otra. No quería tener remordimientos de conciencia. Y luego la sentencia gusta o no gusta, yo ahí ya no entro.
Como penalista, ¿siempre ha actuado de abogado defensor?
No, en ocasiones también he sido acusador. Como en el juicio por el asesinato de Gloria Vivancos, cuando conseguí que se condenara al homicida, que era hijo de una familia económicamente poderosa y cercana al Opus Dei, por lo que había mucha gente a favor del presunto asesino. Habían sido novios. Un día la citó y la mató en Calafell. El juicio se celebró en Tarragona y luego continuó con un recurso en el Tribunal Supremo. Allí me enfrenté a un abogado muy importante. LLegó en un cochazo y con una secretaria que le llevaba la toga. Yo iba con mi carpetita debajo del brazo. Le concedieron todo lo que quería.
¿Y le ganó?
¿Que si gané el juicio? ¡Claro que lo gané! Y condenaron a ese chico de una familia tan influyente.
Y fue decano del Colegio de Abogados de Tarragona.
Sí, yo había pesentado mi candidatura cuando tenía 30 años, pero no me votaron porque era demasiado joven. Y luego, en 1983, sin yo pretenderlo ni saberlo siquiera, la asociación de abogados jóvenes propuso mi nombre. Y fui elegido, la única propuesta era la mía. Al cabo de cuatro años había nueva elección y me dijeron que siguiera, porque no había competencia.
Vaya, fue elegido decano sin presentarse. Le sucedió algo parecido con la presidencia del Nàstic, ¿no?
Sí, fue algo curioso. Yo era miembro de la junta. Se convocó una asamblea en el propio campo de futbol, pero en el orden del día no figuraba el nombramiento del presidente. Yo estaba con un amigo íntimo de la infancia que esa misma noche me dijo que no podía ser abogado. Me había invitado a cenar a su casa y no me acordé de la asamblea.
¿Y cómo supo que fue elegido presidente?
Mi sorpresa fue que a la mañana siguiente el Diario Español titulaba con grandes letras ‘José Luis Calderón presidente del Club Gimnástico’. Yo estaba en el despacho de abogado y no podía distraerme con otra ocupación, pues soy de los que si están en un sitio es para cumplir con esa obligación. Pero se enteraron el alcalde, el delegado del Gobierno, el presidente de la Diputación... y me dejé convencer.
Y cambió la ubicación del estadio, subió al equipo...
Me gusta el fútbol, siempre he sido forofo del Nàstic –soy el socio número 3– y me dolía que el equipo llevara 19 años en Tercera División y algunas temporadas incluso con peligro de bajar a Regional. Esto no podía ser. Y subimos a Segunda. Fue algo muy bonito.
Y además, con campo nuevo.
Estábamos en un solar en una avenida Catalunya que ya empezaba a llenarse de construcciones de pisos. El crecimiento de Tarragona exigía un nuevo lugar para el club. Tuve la suerte de que hubo mucha gente que me ayudó mucho.
El estadio se inaugura en 1972 y le ponen su nombre.
Fue en contra de mi voluntad. Yo no quería que el campo llevara mi nombre porque no quería pasar el mal rato de que después lo quitaran. Pero la junta amenazó con dimitir si no aceptaba ese nombre. Así que los primeros carteles salieron con el nombre de Estadio José Luis Calderón.
¿Temía que quitaran su nombre del estadio?
La vida del presidente de un club deportivo es dura; había gente que llamaba de noche a mi casa para insultarme. Yo no necesitaba eso. Al final dejé la presidencia del Nàstic porque no podía desatender el despacho de abogado con el que me ganaba la vida.
¿Sigue todavía al Nàstic?
Sí, lo sigo, aunque ya no voy al estadio. Lo veo mal. Sigue con la costumbre de coger entrenadores que no están preparados. Hay que fichar a un buen entrenador y a jugadores jóvenes, si son de la cantera mejor, y uno o dos veteranos de calidad contrastada, una figura que mejore el equipo. Pero hoy en día se necesita un capitalazo para estar en la elite.
Abogado, presidente del Nàstic... Habrá hecho muchos amigos, pero también algún enemigo.
He tenido una vida profesional maravillosa y la mayor satisfacción es el trato con la gente. Todavía hay hijos de personas representadas por mí que se acercan a mi despacho a traerme algún obsequio por Navidad. Y cuando me jubilé vi la cantidad de amigos que había hecho, también entre jueces y fiscales.
Con tantos años en el mundo de la abogacía habrá visto muchos cambios.
Sí, ser abogado no es lo que uno ve en las películas. Es una vida muy complicada y sacrificada, no hay días ni noches. Pero también vives anécdotas y momentos que te compensan de todo el dolor y los remordimientos.
Si volviera a nacer, ¿volvería a ser abogado?
Sí, sin duda, aunque no sé si me acostumbraría a la abogacía actual. Tenga en cuenta que cuando empecé yo era el abogado más joven de Tarragona, y ahora soy el más viejo. La profesión ha cambiado completamente.
¿Para bien o para mal?
Ha cambiado la forma de comportarse. Antes éramos todos compañeros, éramos 50, máximo; ahora hay más de 2.000, y la mayoría son mujeres, lo que antes era una excepción. Antes había menos asuntos y los juzgados funcionaban bien. Ahora, con tantos casos, es imposible. Ahora hay muchas envidias, el compañerismo ya no existe.
¿Nunca pensó en meterse en política?
Tuve muchas propuestas, tanto de partidos de derecha como de izquierda. Agradecí la deferencia, pero siempre lo rechacé porque me dedico a una profesión liberal y tengo que ejercerla con libertad. Nunca entré en política para mantener ese principio de defender con libertad. En política pasas a depender en cierta forma del partido.
Desde su despacho ve pasar la vida de Tarragona. ¿Cómo ve la ciudad?
Tarragona es una ciudad magnífica, pero no tiene o no ha tenido quien la cuide. Si lo hicieran y se aprovecharan los monumentos y edificios singulares que tiene daría un gran salto. Tarragona necesita más limpieza. Menos mal que, pese a todo, tiene un gran encanto y vienen turistas que le dan vida. Si no Tarragona estaría muerta. Pero por la dejadez de los de casa.