Hasta que no entró en funcionamiento la conexión del Consorci d’Aigües de Tarragona (CAT), que abastece la ciudad del agua del Ebre, Tarragona siempre había tenido problemas por la falta de agua. Así lo constataron los romanos, que acabaron construyendo una red de acueductos de más de 50 kilómetros de longitud, y más tarde también en el siglo XVIII, cuando el arzobispo Joaquín de Santiyán inició la construcción de la Mina de l’Arquebisbe, un patrimonio que siempre ha quedado eclipsado por las grandes obras de ingeniería de los romanos, pero que tuvo un papel clave en el desarrollo de una ciudad que en aquellos momentos contaba con una población de 9.174 habitantes.
Coincidiendo con el Día Mundial del Agua, que se celebró el pasado viernes, la Biblioteca Hemeroteca Municipal de Tarragona y la Empresa Municipal d’Aigües de Tarragona (Ematsa) organizaron este sábado una ruta que permitió conocer los últimos kilómetros del trazado de esta canalización. En esta ocasión contaba con un guía excepcional, el arqueólogo Jordi López, del equipo investigador del ICAC, uno de los principales conocedores de la red de acueductos diseñada hace más de 2.000 años. Esto permitía al público asistente hacer un doble viaje entre estos dos periodos clave de la historia del agua en la ciudad.
La ruta empezaba en el Camp de Mart, a escasos metros del puente sobre el que discurría la antigua canalización. La obra, que se inició en 1781, fue impulsada y sufragada por parte de la Iglesia. La empezó Joaquín Santiyán, a pesar de que no pudo verla acabada y fue su sucesor en el cargo, Francesc Armanyà, quien pudo celebrar la llegada del agua a la ciudad. En este punto, en la calle Escultor Verderol, el público asistente podía hacerse una primera idea de lo que representó esta infraestructura, que conectaba el Palau Arquebisbas con L’Oliva, transportando el agua desde Puigpelat, y que se construyó en un tiempo de quince años.
El trazado de la Mina de l’Arquebisbe siguió en buena parte el mismo camino que el acueducto que previamente habían diseñado los romanos. Esto hizo que se aprovecharan algunas de las estructuras, mientras que en otros casos se cogieron las piedras de la antigua canalización, que ya había sido desmontada entre los siglos XV y XVI.
Tras enfilar por las angostas pendientes de la Vall del Llorito, el grupo llegaba a la altura del barrio de Sant Pere i Sant Pau, donde podía ver algunas de las estructuras existentes, como las torres de respiración o los pozos de registro. Antes de enfilar el recorrido hacia los depósitos de Ematsa, una nueva parada permitía conocer uno de los tramos que todavía se conservan del antiguo acueducto romano.
Dignificar los restos
«Estaría bien restaurarlo un poco y que pudiera entrar dentro de la ruta patrimonial de la ciudad», denunciaba Jordi López, tras poner en evidencia como las malas hierbas y los árboles están creciendo encima de la estructura bimilenaria.
La visita al centro de interpretación del agua y la zona de control de Ematsa permitían dejar por un momento este viaje al pasado, para sumergirse en el presente y también en el futuro, ya que ya se plantea el uso de la Inteligencia Artificial para establecer patronos de consumo que permitan detectar rápidamente las anomalías en el sistema, como las fugas. El director de esta empresa pública, Daniel Milan, apuntaba que La Mina de l’Arquebisbe «constituye un doble activo, por un lado, como recurso hídrico, ya que aprovechamos la conducción para llevar agua y, por el otro, a nivel patrimonial».
A partir de ahí, la ruta seguía hacia L’Oliva, una zona bañada por este pasado, en la que se encuentra desde el antiguo depósito de aguas, a restos de canalizaciones, sin pasar por alto su fuente. Y precisamente los surtidores eran los protagonistas de esta etapa final de una ruta que acababa en las puertas de Cal Pobre, donde se encuentra la Font d’Armanyà, el arzobispo que trajo el agua a Tarragona.