Yo no tengo televisión. Bueno, aclaremos, porque soy una persona de orden. Tengo el aparato, tengo incluso una antena en algún lugar del tejado, pero desde hace diecisiete años no hay conexión entre el aparato y la antena y sin saber muy bien por qué razón nunca he tenido intención de reparar la avería.
Debo reconocerles que siempre que explico estas intimidades a alguien que me conoce poco o nada me suele mirar con cierta pena y al mismo tiempo con temor. Se pregunta, seguro, si la pequeña historia que le cuento es cierta, o es una pura broma, o incluso si no tiene un mensaje oculto. En seguida, mi interlocutor cambia de conversación a otra que le de más seguridad y se queda con la mosca detrás de la oreja. Espero que no les pase a ustedes.
Pero la historia, la del cable que nunca conecté, es rigurosamente verídica. Así que pueden imaginarse lo que durante estos años me he perdido. Hoy soy totalmente inculto. Sé, porque lo oigo o lo leo por aquí y por allá, que hay cadenas de televisión que revuelven las tripas (bien estén en Cataluña o en Madrid), conozco el nombre de algún programa, y poco más.
Y, sin embargo, de la televisión conservo recuerdos maravillosos. Durante mi época de estudiante en el colegio, que se hizo famoso en “Interviú” por ser una viva representación de una institución franquista, mi escasa media hora de tiempo libre cada día la dedicada a cenar y ver un programa. Así que la televisión mitigaba mi odio (compartido por mis compañeros) contra este colegio que después de muchos años de acabar la segunda guerra mundial seguía ofreciendo la enseñanza del alemán “por si acaso”.
Nosotros, mi familia, tuvimos la primera televisión en el bloque en el que vivíamos y durante un cierto tiempo alguno de los vecinos venía con cualquier excusa a vernos y aprovechaba para quedarse y ver alguna película. Pronto todos tuvieron la suya y dejaron de existir esas visitas tan agradables.
Todo te llamaba la atención. Los rombos (uno o dos) que te conducían directamente a la cama. Las series interminables (¿recuerdan el Fugitivo o Bonanza?), que te enganchaban semana tras semana. Todo era blanco y negro y eso le daba más misterio a la pantalla. Las cosas empezaron a ser distintas con el color.
Realmente los grandes acontecimientos históricos de mi vida (y estoy seguro que la de muchos de ustedes) van ligadas a las imágenes televisivas. Los primeros hombres en la luna bajando del trasbordador, la muerte de Kennedy (de los dos), el anuncio de Arias Navarro anunciado la muerte de Franco…De todo esos hechos me ha quedado sobre todo, e incluso exclusivamente, las imágenes vistas en la televisión.
Ya ven que los dos hemos estado muy unidos. Luego, sin saber por qué razón, empezamos a seguir caminos diferentes. Uno empezó a verla menos, a quererla menos, hasta que la ruptura (una ruptura no traumática, simplemente la conexión de un cable) fue inevitable.
Nos hemos seguido viendo en contadas ocasiones: la visita a la familia o a un amigo, quizás un bar o un café. No tiene nada que ver con la que yo conocí. Ahora en la televisión hay color, mucho color, movimiento constante, cambio de cámaras, y sobre todo gritos, voces, conversaciones interminables y absurdas. Lo reconozco con pena: no puedo soportarla.
No hay nada contra ella, no se trata de pensar que es un elemento de alienación colectiva como algunos mantenían. Hasta mi director de cine preferido (Bergman) confesó que era un adicto a la televisión e incluso hizo para ella (“Escenas de un matrimonio” ) una de las mejores películas de su carrera, luego readaptada al cine con otro nombre (“Secretos de un matrimonio”). Ha ocurrido, simplemente, que ella y yo hemos emprendido vidas diferentes.
Como en esta tribuna estamos hoy de confesiones, debo añadirles que una de mis preocupaciones durante estos años ha sido saber si hacía bien con mi hijo, que nació después del incidente del cable, al negarle la posibilidad de ver la televisión. Conforme los años pasaban la duda continuaba, pero poco a poco comprendí que mis temores eran infundados. Ya puede decirse que no ha habido ninguna secuela aunque hay que reconocer que en alguna ocasión se escapa y la frecuenta en algún otro lugar. Nada peligroso.
En una época todos necesitábamos de alguna manera la televisión y más que nadie los políticos y el Poder. De ahí seguramente muchas de las críticas que hacíamos los jóvenes contra la “caja tonta“. Sin ir más lejos, controlar las instalaciones de la TVE se convirtió en uno de los objetivos básicos en el último golpe de Estado que ha habido en España; y luego, el discurso del Rey Juan Carlos a última hora de la noche, retransmitido a todos los españoles, puso punto final a unos momentos dudosos y difíciles. El recuerdo de todo aquel momento de la historia de España se encuentra retratado en la imagen televisiva de Tejero con la pistola y del Presidente Adolfo Suarez solo ante el peligro.
Las cosas han cambiado. A pesar de que hay más televisiones que nunca, que se emiten más programas que en ninguna época, el tiempo de la “tele” (y también del papel) está terminando. Hoy hay otros aparatos y tecnologías más eficaces (el móvil, la tableta, el facebook…), que nos acompañan constantemente, y que son mucho más adictivos que la televisión. Esos serán los soportes de nuestros recuerdos y de nuestra vida futura. Tirarlos o no por la ventana, para liberarnos de ellos como yo de la televisión, queda para otra generación, que no es la mía.