Pobre. Dícese de alguien necesitado que no tiene lo necesario para vivir o persona humilde, de poco valor o entidad. A juzgar por esta definición, pocos se resignarían a que dichas palabras le complementaran. Insisto en el significado del término por dos cuestiones. La primera, porque ya hace días que los menesterosos que aguardan en la puerta de la iglesia dejaron de ser los únicos pobres, como tales, en la faz de la tierra. Y la segunda, porque existe polisemia del mote pobre. Sin ir más lejos, en pleno siglo XXI, se ha incorporado una nueva acepción al palabro, y ahora uno también puede llegar a ser pobre energético. Un anexo que desvirtúa más, si puede, la realidad de los que padecen en sus carnes la pobreza.
Sin embargo, no es la única palabra que ha pasado a formar parte de nuestro amplio vocabulario. Desde la irrupción de la feroz crisis económica, hemos escuchado por doquier, en medios de comunicación, el concepto de ‘nuevos pobres’, aludiendo a las innumerables familias de clase media que han contribuido a engrosar dicha lista tras la pérdida de sus puestos de trabajo y la escasez de recursos para afrontar los gastos cotidianos. Personas que, de la noche a la mañana, se han visto con una mano delante y otra detrás pidiendo comida y abrigo en la parroquia más cercana de su localidad. Un escenario inaudito y sin precedentes que cada día se afianza como el nacimiento de un nuevo estrato social.
El decálogo de significados va creciendo y como producto de los ‘nuevos pobres’ se ha acuñado el término ‘pobreza energética’, donde quienes la sufren tan sólo entran en calor a la vera de una estufa de butano, apilándose encima capas y capas de mantas hasta sentir en su cuerpo el peso de la losa de la precariedad o aquellos que para vislumbrar un rostro familiar antes de acostarse deben hacerlo a la luz de la velas. Y a todo ello, cabe sumarle la oleada de refugiados desperdigados por medio mundo en busca de asilo y protección de gobiernos tiranos.
Un panorama desolador donde los haya. No obstante, casi nadie enumera en esta larga lista polisémica a los pobres de corazón. Una variedad de pobres personas que dificultan la ayuda al resto de necesitados que ansían una pronta mejora a su situación.
Hace una semanas, tuve la oportunidad y el placer de conocer a una pareja de voluntarios de Cáritas Diocesana de Tarragona y me comentaban la falsa solidaridad con la que se encuentran cada día. Este matrimonio me relataba en qué estado la gente donaban ropas y víveres de primera necesidad en las diferentes campañas que la organización llevaba a cabo a lo largo del año. A título de ejemplo, explicaban que quienes pretendían hacer obras de caridad más bien aprovechaban para hacer el típico cambio de armarios coincidiendo con la entrada de la nueva estación, dado que enviaban al centro ropa vieja y sucia e incluso, en ocasiones, de verano en plena ola de frío. Por no hablar de los botes de conserva caducados desde hacía más de tres años o los paquetes de arroz y pasta carcomidos por los gorgojos. Sorprende la pobreza moral que puede albergar el ser humano o mejor deberíamos hablar de mezquindad humana.
Por suerte, reconforta la sincera generosidad y espíritu de sacrificio que muchos otros voluntarios y colaboradores aportan a la causa. De hecho, según me explicaron este par de voluntarios, en Cáritas Diocesana de Tarragona, ahora mismo, están trabajando en la puesta en marcha tanto de un pequeño supermercado (en el que aparte de artículos básicos también pueden adquirir alimentos más apetecibles como chocolate o café) como de una tienda de ropa (con piezas limpias y recién planchadas) para que sean las mismas personas que recurren a la organización quienes elijan los productos comestibles y de abrigo que más necesiten en cada momento, sin necesidad de extender la mano a ver qué cae esta vez. Con esta actuación se persigue dignificar la figura del pobre y que se sienta parte activa en el proceso de abastecerse de unos mínimos, recreando el momento de la compra con transacción económica incluida.
De igual modo, el pasado 18 de febrero, Barcelona se convirtió en la ciudad solidaria por excelencia tras protagonizar la marcha más multitudinaria hasta la fecha en toda Europa con más 160.000 personas, en boga de los refugiados. Un acto, sin duda, emotivo, comprometido socialmente y crítico con las políticas europeas, pero me pregunto ¿qué rol juega cada uno de los manifestantes una vez ha concluido la movilización, en su día a día con la causa, una vez se han apagado los focos? El ruido en determinados momentos es útil y necesario, pero hay miles de personas, entre médicos, voluntarios, misioneros, maestros, miembros de organizaciones no gubernamentales… que en silencio hace ya tiempo que luchan por mitigar y concienciar de esa pobreza. De nada sirve alzar una pancarta, exigiendo al unísono justicia, y pasada la euforia del momento; ver a esos mismos que defendíamos, entre la muchedumbre y por quienes estábamos dispuestos a rompernos la cara, como auténticos enemigos que vienen dispuestos a robarnos el pan.