En los Estado Unidos, el sarampión se considera una enfermedad erradicada desde el año 2000. Sin embargo, el hecho de que cada vez haya más niños que no se vacunan está produciendo brotes de la enfermedad. El último de ellos tuvo lugar a finales de diciembre pasado en Disneyland: la visita de un niño infectado produjo varios centenares de casos. Y ello ha resucitado la polémica sobre la conveniencia o no de vacunar a los niños.
La comunidad científica no arroja dudas, y con ella está el centro de la clase política. Obama ha recordado a los padres la obligación moral de proteger a sus hijos de enfermedades que pueden evitarse mediante la vacunación. Hillary Clinton ha hecho lo mismo. Potentes voces republicanas y demócratas y de la comunidad social -la esposa de Bill Gates, por ejemplo- se apuntan a la verdad científica, que es lógicamente unánime. Pero hay también voces, casi siempre impregnadas de una mezcla de superstición y mística religiosa, que critican las vacunas. Se apoyan en dudosos estudios como uno de 1998 (posteriormente desacreditado) publicado en la revista The Lancet que afirmaba que el uso de vacunas contra el sarampión podía incrementar el riesgo de sufrir autismo. El senador republicano Rand Paul acaba por ejemplo de alinearse con los escépticos: «He oído hablar de muchos trágicos casos de niños normales, que caminaban y hablaban, y que acabaron con problemas mentales profundos tras las vacunas».
Es desolador que los grandes descubrimientos de la humanidad tengan que superar siempre el recelo de orates que se aprovechan de la credulidad de los menos cultivados.