No es la primera vez que visito esta ciudad irlandesa de la costa oeste, un tercio más pequeña que Tarragona, pero sí la que me quedo algo más de tiempo.
La vida pública de la ciudad se concentra en una calle y media, desde la Plaza Eyre al Spanish Arch, cuyo nombre denota ya la importante relación que ha tenido la villa durante siglos con nuestro país, tanto en cuanto al comercio (les exportábamos vino, hierro y armas y de allí traíamos pieles y lana), como a nuestra histórica causa común contra el inglés; puesto que en el hoy cementerio de Forthill fueron asesinados más de 300 tripulantes naufragados de la Gran Armada bajo las órdenes del virrey inglés, que fueron piadosamente enterrados por los oriundos de la isla.
Más modestamente, la relación entre nuestra Cátedra de vivienda y la ahora Universidad de Galway, con el Prof. P. Kenna a la cabeza, cumple ahora 15 años, durante los que hemos formado a jóvenes investigadores (hoy profesores consolidados en ambos países) y liderado proyectos de investigación a nivel en europeo sobre desahucios, sinhogarismo y formación de los profesionales inmobiliarios (Housing+). Es claramente perceptible en las calles que nuestras ciudades y Galway se benefician de la juventud y dinamismo que aportan nuestras respectivas universidades, algo que hay que cuidar y valorar.
Conocida por ser cuna de «lo irlandés» (una leyenda atribuye el origen de los pubs irlandeses precisamente a las grandes fiestas que se organizaban bajo el Spanish Arch alrededor de barriles sisados a los navíos), Galway se erige además como punto de partida para dos bellísimas áreas de este país: Connemara y los impresionantes acantilados de Moher, ambos especialmente arropados por el peculiar clima de la isla. Zonas eminentemente rurales, tengo la sensación de que se debaten entre mantener el status quo (sus paisajes, sus libres ovejas blancas y negras, su ‘autenticidad’ a lo Father Ted, que recomiendo ver) y convertirse en destino turístico para dinamizarse y retener así a su población más joven.
En este sentido, la carencia de cómodas infraestructuras de comunicación en el territorio son evidentes: trenes limitados entre capitales, estrechas pistas -también conocidas como «carreteras sin nombre»- que serpentean por estos condados, falta de infraestructura para coche eléctrico, etc. Piénsese que la primera autopista -tal y como las conocemos en España- del país se abrió entre Galway y Dublín en 2009.
Así, se percibe un gran contraste entre lo rural y lo urbano, que se concentra fundamentalmente en Dublín (fíjense que Galway es la cuarta ciudad más poblada del país) y Cork, donde se generan la mayor parte de oportunidades y que son la sede en Europa (ej. Dublin’s Silicon Docks) de las grandes multinacionales farmacéuticas y tecnológicas norteamericanas como Apple, Google o Meta (Facebook, Instagram, Whatsapp), porque durante décadas han sido beneficiarias del benévolo tratamiento fiscal que les deparan; algo parecido a lo que sucede con las empresas de juego online en Malta.
Ello contribuye a tensionar el acceso a la vivienda en los pocos municipios con dinamismo urbano y la mencionada migración campo-ciudad, lo que se ha convertido en una importante preocupación para los ciudadanos, que está a la par con las quejas sobre la sanidad pública. Todo ello a pesar de la alta carga tributaria que soportan los irlandeses, aunque prácticamente nos duplican en salario medio. Para el visitante español, de hecho, es un país carísimo en todo.
Aún así, la amabilidad y la alegría de los irlandeses es perceptible. Prestos al cante y al baile, con una tradición y cultura milenarias reconocibles a nivel mundial, impresiona la actual campaña del Museo Irlandés de la Emigración «This is not us» ( «Esto no somos nosotros»), donde denuncia el cliché del hombre irlandés que arroja la inteligencia artificial (IA) cuando se le pregunta por él, evidenciando el sesgo universal que esta tiene, criticado repetidamente desde foros académicos: hombre desdentado, con cara de bobo, vista perdida, chaleco y bombín verdes-día de San Patricio y con una jarra de cerveza vacía en la mano.
Nada que ver con la peregrinación anual de miles de fieles al monte San Patricio o la espiritualidad y la ciencia que evocan los restos del monasterio del s. VI de Clonmacnoise; o con el desastre de la Gran Hambruna (la crisis de la patata, el único alimento básico para la población en aquellos momentos) sufrida en el país, no hace tanto (a partir de 1845) por la que murieron un millón de irlandeses, tuvo que emigrar otro millón (entre ambos, se perdió una cuarta parte de la población) y se desataron miles de desahucios de agricultores católicos empobrecidos a manos de terratenientes protestantes pro-ingleses, todo ello empeorado por la tardía y pálida reacción del gobierno de Londres.
De los ocho millones de irlandeses en 1841 hoy solo pueblan el país cinco millones, a los que hay que añadir los 1.9 millones de habitantes de Irlanda del Norte.
En fin. Un país amigable y auténtico, que se debate entre la tradición y la modernidad, entre el bienestar (basta un paseo por las carreras de caballos anuales de Galway, especialmente el jueves) y la preocupación por la inflación y el empobrecimiento (cada noche es habitual ver a refugiados durmiendo bajo edredones blancos en la calle principal que les decía) y con un vecino históricamente incómodo con quien las pugnas históricas tras el Brexit parecen resurgir (como la «guerra de las salchichas» a partir de 2021). Con el que, como ven, tenemos más en común de lo que parece y en el que te sientes como en casa.