Hace un par de semanas, el hotel H10 Imperial Tarraco acogió un foro sobre Tarragona como capital turística, que contó con la presencia del alcalde de Málaga. Francisco de la Torre lleva más de dos décadas como primer edil en una ciudad que ha vivido un impulso extraordinario durante este período. El éxito de sus políticas locales explica su dilatada continuidad al frente del consistorio, donde ha conquistado tres mayorías absolutas desde el año 2000.
Sin duda, se trata de uno de esos escasos y brillantes ejemplos de liderazgo urbano transformador (como fue también el caso de Maragall en Barcelona, Azkuna en Bilbao, Vázquez en La Coruña o Cuerda en Vitoria) que observamos con envidia desde lugares donde no hemos disfrutado de esta suerte desde hace demasiadas décadas.
En lo que va de siglo, la capital de la Costa del Sol ha logrado hacerse un hueco entre los referentes turísticos, culturales y tecnológicos del Mediterráneo. A lo largo de su intervención, Francisco de la Torre fue desgranando algunos de los proyectos más significativos de estos años, que han servido también para recuperar inmuebles históricos y espacios privilegiados.
De hecho, el alcalde señaló que el ayuntamiento malagueño tiene en cartera varias iniciativas pendientes de implementar, y que aguardan un lugar donde poder llevarlas a cabo. Fue en ese preciso momento cuando un ponente local comentó acertadamente que en Tarragona tenemos el problema diametralmente opuesto: disponemos de muchos edificios icónicos vacíos, pero no sabemos qué hacer con ellos.
Puestos a buscar excusas para esta realidad bochornosa, no es extraño que las autoridades municipales y autonómicas argumenten que muchos de estos espacios son enormes (Tabacalera, Savinosa, Ciutat de Repòs, Ca l'Agapito…) y que esta envergadura supone un serio hándicap para financiar y definir un uso que resulte viable y sostenible. No es un mal recurso dialéctico para echar balones fuera de forma aparentemente razonable.
El factor que desmonta este falso argumento es que también contamos con otros inmuebles de volumen mucho más manejable (por ejemplo, el Banco de España o las plantas superiores del Metropol) que duermen igualmente el sueño de los justos. Es más, incluso encontramos ejemplos donde la excusa para la pasividad de la administración es exactamente la misma que en el primer bloque, pero en sentido contrario: no se hace nada porque son equipamientos demasiado pequeños. Es el caso de la Quinta de Sant Rafael, propiedad del ayuntamiento desde hace más de veinte años.
La deprimente y exasperante historia reciente de esta bella mansión modernista puede considerarse uno de los ejemplos más claros de lo que ha venido en llamarse «parálisis por el análisis».
Una tras otra, han sido numerosas las propuestas que se han ido sucediendo alrededor de este espacio, sin que ninguna haya cuajado como solución definitiva para esta joya local, como denuncian las representantes vecinales Lorena Holm Aranda y Cèlia López Clotet. Incluso se encargó algún estudio arquitectónico para su rehabilitación y adaptación, que supuso un gasto significativo para el erario público, pero que terminó sus días olvidado en algún cajón del ayuntamiento.
Como primer intento, allá por el año 1986, el entonces concejal de cultura y futuro alcalde, Josep Fèlix Ballesteros, anunció la decisión de convertir el inmueble en una pinacoteca, que contaría con una colección permanente de cuatrocientas obras. El museo tenía incluso nombre: Joan Baptista Plana. Nunca más se supo.
Ya en 1997, la Comisión de Gobierno del ayuntamiento aprobó la cesión de la Quinta al Consoci de Normalització Lingüística de Tarragona para que instalara allí su sede. El consistorio se haría cargo del coste de rehabilitación y el CNLT mejoraría las dependencias para sus alumnos. Y si te he visto, no me acuerdo.
Hace una década, en 2011, los responsables municipales decidieron transformar este edificio en un centro de interpretación de la naturaleza, con un coste de 735.000 euros, según el proyecto del arquitecto Miquel Orellana. El anclaje histórico de esta tercera propuesta se remontaba al propio origen de esta residencia, encargada por Marià Puig i Valls para que su hermano Rafael, precursor de la educación medioambiental, pudiera recuperarse de una enfermedad en un ambiente de armonía con la naturaleza que tanto apreciaba. Parole parole.
Finalmente, el ayuntamiento planteó en 2016 la transformación del inmueble en un centro de interpretación del modernismo, siendo la Quinta de Sant Rafael una de las muestras más significativas de este estilo en nuestra ciudad. Fue diseñada en 1912 por el arquitecto Juli Maria Fossas, autor de importantes obras en Barcelona, como la sede de la Compañía Transmediterránea o las Casas Villanueva. Sin embargo, un cambio en el equipo de gobierno municipal volvió a truncar esta cuarta iniciativa.
Al margen de varias tentativas intercaladas de instalar un negocio de restauración mediante concesión administrativa, el colectivo Tecletes impulsó recientemente la dinamización de la zona como espacio de ocio familiar: el proyecto ‘ParcQuinta’. Cuentos, bailes, juegos, talleres, manualidades…
Algunos dirigentes locales interiorizaron la idea, rebautizándola como «centro cívico al aire libre» (en un pobre intento por vender de forma biensonante la imperdonable carencia de un espacio digno para desarrollar estas actividades). Eso sí, desde la Plaza de la Font insisten, por quinta vez, en rehabilitar el edificio de forma inminente, con un presupuesto de 800.000 euros, pero sin concretar su finalidad. Como se dice en terminología futbolística, patada a seguir.
Sin duda, después de tantas decepciones, nadie puede reprochar la desconfianza de los vecinos ante estos nuevos cantos de sirena. Si los responsables municipales se ven actualmente incapaces de dar una respuesta óptima a los grandes equipamientos vacíos de nuestro entorno, al menos parece razonable que se empiece por los pequeños, recuperando para la ciudadanía la Quinta de Sant Rafael. Ya vamos tarde. Tardísimo.