Una semana después de que los principales medios de comunicación certificaran las elecciones presidenciales de Estados Unidos a favor de Joe Biden, Donald Trump y el liderazgo republicano no han admitido la derrota todavía. Trump insiste en que los demócratas robaron las elecciones y en que hubo fraude. Asegura que se han contado votos ilegalmente que le dieron la victoria a su rival pero el presidente hace esas afirmaciones y ni él ni sus abogados han presentado públicamente evidencia creíble que las sustenten.
Es cierto que Trump no tiene por qué hacer públicas las pruebas o evidencias que tenga; esas pruebas deben ser presentadas ante la autoridad competente, y si son claras y contundentes, la justicia debe actuar, corregir y, si es necesario, cambiar el resultado que sea. Pasó en el año 2000 cuando un litigio en el estado de Florida llegó hasta la Corte Suprema que decidió en un sentido que benefició al candidato republicano, George W. Bush. La decisión judicial acabo otorgándole los votos del Colegio Electoral a pesar de haber perdido el voto popular en el estado y en el país, y eso le dio la presidencia. El país lo aceptó con resignación.
En esta ocasión las cosas parecen diferentes, y cada día que pasa se confirma. Podemos hacer un ejercicio de honestidad y asumir que realmente no sabemos si hubo fraude, pero con esa misma honestidad, también podemos inferir que sin evidencia es difícil creer que hubo «fraude masivo», como repite Trump para no aceptar su derrota.
Estos días hemos conocido casos de votos perdidos, no contados o incluso el comportamiento de algún funcionario que pareciera haber actuado en la ilegalidad. Son casos que entran dentro de lo esperable en una elección donde participaron 150 millones de personas, pero ni individualmente y en la suma de todos ellos se puede concluir que hubo fraude masivo o irregularidades que pudieran acabar cambiando el resultado final que hoy conocemos.
La ventaja de Biden sobre Trump es de unos 300.000 votos en los estados donde el republicano está litigando con sus abogados.
En Nevada, los medios reportan que una mujer muerta votó por Biden, o en Pensilvania que se perdieron una docena de votos, lo mismo que en Arizona... No estamos, en ningún caso, frente a un escenario de alteración generalizada de los resultados. Entonces, ¿por qué insiste en su estrategia de acusar sin evidencia?
Trump parece que busca otra cosa. Trump no aspira a cambiar el resultado sino a ponerlo en duda, a cuestionar el proceso democrático y tratar de convencer al pueblo estadounidense de que él es el verdadero ganador, y para ello está utilizando diversas tácticas que si bien no son nuevas, coinciden ahora en el tiempo. El diario The Guardian las resumió en cuatro. La primera, el litigio, presentando a bombo y platillo todas las demandas que pueda sin fundamento en estados bisagra. La segunda, en seguir desacreditando a los medios que denuncian su estrategia. La tercera, involucrar al Departamento de Justicia para darle apariencia de entidad a su caso (el fiscal general William Barr autorizó esta semana a fiscales federales para que investigaran las irregularidades electorales). Y la última, presionando y buscando desesperadamente voces públicas que le son fieles para que salgan a apoyarle en su cruzada contra el supuesto fraude electoral que denuncia.
Trump tiene su derecho a contratar abogados, pedir investigaciones, solicitar reconteos y hacer pataleta, pero la foto que hoy tenemos y la evidencia que difunde su campaña para intentar sustentar ese supuesto fraude masivo no es suficiente. Lo preocupante del caso es que, si nada cambia, Biden será investido presidente el 20 de enero, pero la narrativa de una elección robada persistirá más allá, con consecuencias impredecibles.
Periodista. Director de noticias en Estados Unidos de NTN24