Uno de los mayores placeres que tengo es levantarme temprano en mi querida Tarragona para ir a andar la Playa Larga y, después de unos kilómetros, sumergirme en sus aguas cristalinas; refrescar y tonificar mi cuerpo cansado y sudado por el esfuerzo y disfrutar del mayor deleite que pueda existir para el alma. En ese preciso momento, en el que me fundo, en total sintonía con la madre naturaleza, mi mente y mi corazón solo pueden sentirse bendecidos por tanta vida y renovada energía. Son ya más de veinte años practicando el mismo hábito donde he podido constatar como se ha ido modificando nuestro litoral y el deterioro que han sufrido nuestras playas. Habitualmente, me encuentro ante la perplejidad de los más jóvenes cuando les narro las aventuras de un ecosistema de riqueza marina que compartíamos con normalidad. Ahora a ellos se les antoja una exageración pues parece ser que ya solo exista en nuestra memoria, fruto de alguna fantasía de la niñez o de alguna locura pasajera.
Recuerdo aquellos hoyos que excavaba a la orilla del mar y cómo se iba encharcando su fondo oscureciendo la arena, entonces esperaba a que las lombrices bucearan en busca de otro recoveco, solo para alcanzarlas y colocarlas en un cubo con arena, que utilizaríamos al día siguiente para una pesca furtiva desde alguna roca altiva donde poder lanzar la caña a la espera de que la mar nos regalara algún majar para la sartén. De la memoria, rescato las coquinas que recogíamos para cocinarlas y cómo nos entreteníamos antes de la comida, entre risas y coloquios, ensimismados con la salida y entrada de los cangrejos en la orilla, de cómo jugábamos a ver quién era el más habilidoso y el menos miedica en cogerlos, para luego soltarlos o ir a buscar mejillones o lapas con sabor a mar, sin pensar que estos recursos naturales podrían dejar de existir algún día. Sin duda, era el paraíso. Y, de repente, casi sin advertirlo, te das cuenta de que nada es ya lo que fue y te pones a buscar culpables. Desde el cambio climático - como si de un ser extraterrestre se tratara-, hasta la construcción de nuevos puertos deportivos porque así te lo cuentan los más mayores, pero la realidad es que cada uno de nosotros somos los responsables únicos y finalistas del cuidado y la protección del medioambiente.
Cuando hablo con mis hijas y les explico que nuestra playa había sido diferente, un lugar con vida, me miran incrédulas creyendo que su madre ya se hace mayor o que, en el peor de los casos, ya delira y tienen alucinaciones. Mientras relato esos momentos de mi niñez, ellas recorren ansiosas el poco trazo de arena que hay para llegar al chiringuito a por un helado. De forma repetitiva y cansina suena la dichosa música trap y reggaeton mientras mi mente viaja de nuevo al pasado para recrearse en otro recurso extinguido en nuestras playas: el bombón de Avidesa y Georgie Dann.
Nuestro mar Mediterráneo no ha sido solo una de las más variadas y opulentas fuentes de recursos naturales, es el modus vivendi de pueblos y civilizaciones que han encontrado en nuestra cuenca natural el mayor de los tesoros y la base ideal para el crecimiento de economías prósperas basadas en la diversidad.
Una mar fuerte y saludable que se ha visto sometido a las presiones ambientales excesivas, al cambio climático, la contaminación de nuestros océanos, la alteración urbanística de nuestra costa y la sobreexplotación de nuestra pesca. La vida marina se enfrenta al daño irreparable por los millones de toneladas de desechos de plástico que llegan desde el río a los océanos. Cada año producimos 300 millones de toneladas de residuos de plásticos, lo que casi equivale al peso de toda la población humana. Todo esto ocurre ante la impasividad y dejadez colectiva de nuestra sociedad y a la falta de determinación de los gobiernos. La acción humana nos ha llevado hasta aquí pero también es la única que puede sacarnos de esta lamentable situación. Nunca es demasiado tarde ni podemos esperar a que lo sea.
Cada año producimos 300 millones de toneladas de residuos de plásticos, lo que casi equivale al peso de toda la población humanaTarragona tiene la gran suerte de poseer el título de Patrimonio de la Humanidad del que tan orgullosos nos sentimos, pero el auténtico patrimonio de nuestra ciudad es la naturaleza que nos rodea, su mar, su luz, sus gentes y un microclima que nos convierte en un enclave único y diferencial. Mi sensación, compartida con muchos coterráneos tarraconenses, es nuestra incredulidad ante tanta belleza entre la que vivimos y que no valoramos.
Tarragona tiene la gran suerte de poseer el título de Patrimonio de la Humanidad pero el auténtico patrimonio de nuestra ciudad es la naturaleza que nos rodeaLa Agenda 2030 nos recuerda que esta tarea es labor de todos, pero yo, desde aquí, os exhorto a bautizaros como agentes del cambio, embajadores de Salud, referentes de vuestras familias que educan y difunden el respeto al medioambiente, héroes que contagien a la sociedad los valores que nos permitirán recuperar nuestros paisajes y procurar un entono más justo, social y sostenible.
Porque quiero que vuelvan las conchas a mi mar, que es la mar, y a la vida de todos nosotros y de los que vendrán. Por una Tarragona ejemplar y ejemplarizante.
*Belén Marrón es empresaria y experta en RSC, Comunicación y Public Affairs. Es licenciada en Derecho por la Universitat Abat Oliba CEU en el 2000, diplomada en Protocolo y Relaciones Institucionales y Máster en Derecho de Empresa por el ICAB. Durante cuatro años ha sido directora corporativa de RSC y directora de la Fundación Quironsalud. También es miembro del Consejo Asesor de Sanidad del Ministerio de Sanidad.