La nueva situación laboral de muchas familias (trabajo profesional a tiempo completo tanto del padre como de la madre) ha generado el fenómeno de «los niños del llavín». Para que los hijos puedan entrar en su casa (vacía) a la salida de la escuela sus padres les entregan la llave por la mañana. La posterior conversión de algunos niños-llave en nietos acompañados de sus abuelos está mitigando su situación de orfandad, al tiempo que cambia el tradicional rol pasivo de los abuelos. Estos últimos amplían cada vez más sus cuidados a medida que crece la familia: supervisan los deberes escolares, controlan el uso de la televisión, llevan los nietos al colegio y al médico, rezan con ellos cuando se van a la cama, etc.
Con su disponibilidad y capacidad de sacrificio estos superabuelos están borrando la antigua imagen del «abuelo cebolleta», limitado a contar batallitas, y la del «abuelos florero», confinado en un rincón de la casa. Son abuelos muy diferentes de los que se negaban a quedarse con los nietos («yo ya cuidé a mis hijos»). Se están ganando a pulso dejar de oír eso de «son cosas del abuelo». Ahora son miembros activos de la familia que posibilitan que sus hijos les den nuevos nietos. Además, pueden presumir de ser abuelos jóvenes (el joven no vive pendiente de ahorrar energías y evita el cálculo frío del hombre viejo).
Los abuelos y abuelas, por su vinculación con generaciones de la misma familia ya desaparecidas, por la madurez adquirida a través de la experiencia, por disponer de más tiempo, pueden y deben colaborar con los padres en el cuidado y educación de sus nietos, actuando con las mismas pautas educativas, aunque moviéndose en un segundo plano. Por ello sería un error que fueran tratados como «canguros» (sin autoridad conferida, sin «derecho» a corregir y a ser obedecidos).
Abuelos y nietos se necesitan mutuamente: los abuelos disfrutan de sus nietos sin la tensión de ser los principales responsables de su educación; los nietos, a su vez, recurren a sus abuelos en los momentos difíciles. Un ejemplo gracioso: un nieto de ocho años pide ayuda a su abuelito para arreglar su cochecito. Después de un buen rato intentando arreglarlo, el nieto pregunta al abuelo: ¿Crees que funcionará? El abuelo responde: no te lo aseguro. El nieto añade: ¿no crees que debemos pedir una segunda opinión?
El niño aprecia lo que el abuelo tiene: sabiduría, historias que contar, paciencia. El abuelo aprecia lo que el niño ofrece: sencillez, inocencia y una curiosidad muy amplia. Entre abuelos y nietos existe una afinidad espiritual y una empatía que posibilita el diálogo. La capacidad de escucha de los abuelos crea una confianza recíproca, convirtiéndose así en confidentes de sus nietos. Con frecuencia los niños cuentan a los abuelos cosas personales que no cuentan a sus padres. Pero, con todo, son los abuelos los que más se enriquecen en el trato con sus nietos, como se ve en el siguiente testimonio:
«Cuando alguien empieza a ser llamado abuelo/a incrementa la ilusión de vivir. Se siente más querido, más escuchado, más valorado, más útil. Ser abuelo es un regalo que se recibe del cielo justamente cuando uno empieza a hacerse viejo (para así nunca llegar a serlo). El regalo consiste en renovar las ganas de vivir, en volver a hacerse niño, en recuperar el espíritu joven, en evocar y saborear los buenos recuerdos del pasado. Observando a los niños y hablando con ellos se aprende siempre mucho. Por ejemplo, a ser más sencillo, a confiar más en los demás, a tener más curiosidad, a ser más optimista y alegre».
Entre abuelo y nieto surgen fácilmente diálogos jugosos y divertidos basados en el sentido del humor del primero y la ingenuidad del segundo. Por ejemplo:
-¿Cuántos años, tienes, abuelo?
- (Bromeando) No me acuerdo.
-Mira la etiqueta de tus pantalones. En los míos pone de «cinco a seis».
Para los nietos sus abuelos son testigos del pasado que aportan información valiosa sobre la historia de la familia. Un problema de ahora es que se ha perdido esa historia; así no se ve la continuidad de las generaciones ni qué tipo de valores cultivaron los antepasados. Como consecuencia, muchos hijos, al ignorar sus raíces, no se conocen bien a sí mismos. Los abuelos contagian sabiduría desde su experiencia reflexionada. Son expertos en el arte de vivir. Ayudan así a sus nietos a distinguir lo bueno de lo malo, lo valioso de lo no valioso, lo trascendente de lo intrascendente; les transmiten una filosofía de vida que no tiene fecha de caducidad: «Como decía mi abuelo…»