Aquí nadie es presunto inocente, a diferencia de la película de Harrison Ford. En cuanto recae la sospecha sobre alguien, este puede darse ya por condenado. La opinión pública es sañudamente justiciera y hasta vengativa, con unas enormes ganas de caérsele encima al primero que pase por ahí.
Que se lo pregunten, si no, a Dolores Vázquez, a quien un jurado popular condenó unánimemente por el asesinato de Rocío Wanninkhof y pasó 519 días en la cárcel antes de saberse que el asesino real era el inglés Tony King.
El ensañamiento con los presuntos culpables seguramente se debe a la frustración por los muchos crímenes sin resolver, por la convicción de la impunidad de gente que se salta la ley a la torera y por la necesidad de penas ejemplares y disuasorias. Lo cierto, en cualquier caso, es que la nuestra no es precisamente una sociedad compasiva.
Eso resulta aplicable, en particular, en los encarcelamientos provisionales y preventivos. A pesar de que la ley es mucho más prudente que nosotros, los ciudadanos solemos exigir que cualquier acusado entre en la cárcel mientras se le juzga y, por supuesto, se le condena. Olvidamos que nadie debería ser privado de libertad sin juicio previo, salvo en casos flagrantes, en delitos especialmente graves y con riesgo de fuga.
Aquí, ya digo, vamos por otro camino. Y, además, basta con ser acusado para resultar socialmente apestado para siempre. En España jamás podría darse el caso de Marion Barry, el alcalde de Washington que, tras pasar por la cárcel condenado por tráfico de drogas, volvió a ser elegido por sus conciudadanos.
Si, en cambio, a alguien se le ocurriese acusarnos de cualquier cosa a usted o a mí, querido lector, por muy inocentes que seamos, podemos ir haciendo ya las maletas, porque lo nuestro no tendría remedio.