Los dos solitos, con un par de cafés y un moderador que les fue lanzando cuestiones con habilidad, pero sin inventarse nada que no pudiera haberles preguntado cualquier ciudadano mínimamente informado, lograron sentar ante el televisor, en algún minuto, a casi diez millones de españoles. Ahí es nada.
Pablo Iglesias y Albert Rivera, cada uno con sus aciertos y sus errores, con sus fortalezas y sus agujeros, más o menos clamorosos, dieron en la noche del domingo, de la mano de Jordi Évole, una lección de cómo hacer y decir la política en la España del 2015. Aunque algunos parezcan no haberse enterado, éste es un país zarandeado y dolorido, en el que la mayor parte de los votantes ha descubierto que los niños no vienen de París, que los Reyes Magos son los padres y que además, como coincide que hay muchos padres que malamente llegan a final de mes, de poco vale ponerse estupendo en la carta que les escribas.
O si lo quieren en plata: a estas alturas los españoles están suficientemente informados de que hay gente, y no poca, que se presenta a las elecciones para meter la mano en la caja cuando prometió administrarla en beneficio de todos; que hay decisiones que se cocinan en la sombra, mientras los focos iluminan un espectáculo de distracción, porque así es más fácil que siempre resulten beneficiados los mismos y también seamos los mismos los que estamos fuera del ajo, los invariables paganos; que una costumbre arraigada en nuestra política es prometerlo todo en campaña electoral, con arreglo a un cerrado plan de márketing (cerrado y nada barato: para eso hay bancos que prestan y luego condonan, ellos sabrán por qué), para luego escurrir el bulto y pasarse cuatro años parapetado tras una pantalla de plasma y no respondiendo nada más que lo que apetece responder.
Con esos modos de plantear el diálogo político a la ciudadanía, y los tics insufribles y manidos que a lo largo de los años han ido generando, acabaron saludablemente el pasado domingo Pablo y Albert, dos tipos jóvenes cuyos discursos, se compartan o no, tienen la virtud de ser claros e inteligibles, amén de articularlos con serenidad, inventiva y una destreza dialéctica y una capacidad de seducción que, no nos engañemos, no se daban entre nuestros líderes desde los tiempos de Felipe González (con la excepción de Rubalcaba, cuyo efímero liderazgo arrancó con demasiado plomo en las alas para llegar a ninguna parte).
Tampoco debemos hacernos ilusiones infundadas: gobernar un país, y meter en vereda sus problemas, que en este caso no son pocos ni pequeños, exige algo más que oratoria y cercanía. Y la inercia, esa fuerza que caracteriza a los viejos partidos, es una baza nada desdeñable. Pero algo tiene que empezar a cambiar, y quien no lo haya entendido lo va acabar pagando caro.