Según R. Walsh, “los problemas del mundo proceden, en última instancia, de las mentes humanas y de las acciones que esas mentes desencadenan”. De acuerdo. Pero también la mente humana es capaz de encontrar la solución a las convulsiones actuales que, en mi opinión, se deben a una crisis de percepción de la realidad. La falta de sensatez que origina tantos desastres no puede analizarse en un artículo, pero mucha culpa la tiene la ignorancia, el dinero, el vuelo gallináceo de la mayor parte de la clase política y el cientifismo que ha desencantado el mundo. Porque el mundo es sagrado, y sus criaturas, irrepetibles. Y es muy extraña y asombrosa su existencia. Y escribo “cientifismo” y no “ciencia” pues, afortunadamente, esta última se dirige hoy -una vez probado que la materia es un baile de electrones, y que el espacio y el tiempo son una ilusión-, hacia el campo que tradicionalmente ha ocupado la religión, que justamente es la constatación del Misterio, así, con mayúscula (Jean Guitton, Dios y la Ciencia). Y eso debería cambiar nuestro enfoque, nuestra lectura del ser humano, de su valiosa vida y del increíble orden del Universo, que sólo nosotros perturbamos.
Por lo que sabemos, del microcosmos al macrocosmos, la Naturaleza se organiza en una holoarquía. Un holón es, simultáneamente, un todo y una parte de otro holón más complejo (A. Koestler). Un átomo es un holón -una totalidad-, que forma parte de una molécula. Ésta, a su vez, es otro holón o todo integrado, que forma parte de una célula. Y así sucesivamente. En una holoarquía o jerarquía de holones, cada holón trasciende e incluye a sus predecesores. Las células de nuestro cuerpo contienen polvo de estrellas y nuestra estructura venosa se ramifica a través de vasos, como también tienen las plantas para transportar sus nutrientes. El porcentaje de agua de nuestro cuerpo es el mismo porcentaje que tiene el planeta, pues somos la síntesis del Universo y reflejamos su estructura. Y a través de nosotros el Universo conoce y piensa. Mineral, vegetal, animal y auto-conciencia… son los niveles del ser y, durante toda la Historia, la mayor parte de la Humanidad ha considerado que esa extraordinaria cadena progresiva -formada por gradientes de complejidad que se contienen sucesivamente-, no se termina con nosotros, sino que apunta hacia algo superior, pues cada nuevo nivel emergente tiene mayor profundidad y menor amplitud. Escribe E.F. Schumacher que “la materia mineral se encuentra en todas partes, la vida sólo en un estrato de la Tierra, la conciencia es relativamente rara, y la autoconciencia es la gran excepción”, y añade que lo mismo sucede con las capacidades de la gente: “las inferiores, como la de ver o la de contar, son propias de cualquier persona normal, mientras que las capacidades superiores, aquellas que se precisan para captar los aspectos más sutiles de la realidad, aparecen con frecuencia decreciente a medida que ascendemos por la escala jerárquica”. El mismo autor explica en su Guía para los perplejos algo que nos ayuda a comprender, también, los niveles mentales. Imaginemos que un libro cae en la selva. Un mono lo encuentra y ve que es una forma coloreada. Y está en lo cierto. Pero cualquier significado por encima de esa constatación no está alcance de su intelecto. Luego lo encuentra un salvaje, el cual piensa que el libro es un objeto raro que no se da en la selva, y que tiene papel y signos… pero es incapaz de ir más allá en sus conclusiones. Finalmente lo encuentra un explorador, que sabe lo que es un libro, entiende su contenido y su posible valor. En los tres casos la información que dan los sentidos es similar, pero no sucede lo mismo a la hora de interpretar lo que el libro significa. Y eso es así porque vemos no sólo con nuestros ojos, sino también con nuestras capacidades mentales. Hay personas, por ejemplo, que oyen una pieza musical y son capaces de reproducirla al instante, mientras que otras apenas pueden tararearla y encima lo hacen mal. Y lo que sucede con la música sucede con todos los aspectos del conocimiento. Los sentidos registran lo visible, y la mente interpreta según su capacidad y contenido. Añadamos que todo tiene un interior que no se ve. T. de Chardin se refirió en numerosas ocasiones a “le dédans des choses”, es decir, a la interioridad de las cosas, y E.F. Schumacher escribe: “sabemos muy poco, si es que sabemos algo, del espacio interno de las plantas, algo más del de los animales y bastante del de los seres humanos: el espacio de la persona, de la creatividad, de la libertad”. Vemos la apariencia de un semejante, pero su interior es invisible. Deseos, imaginaciones, odios, amores, dudas, sospechas, ambiciones, secretos, esperanzas… conforman nuestro ser más íntimo e importante, que sólo es accesible -y nunca absolutamente-, si decidimos compartirlo. Existe pues una progresión desde lo que es completamente visible -el mineral-, hasta nosotros mismos, que somos invisibles en buena medida. Muchos sabios han considerado este hecho una evidencia para deducir otros niveles del ser superiores a nosotros y que no se ven.
El camino que hacemos al andar -camino que es intransferible, pues nadie aprende en cabeza ajena- consiste, en definitiva, en ir ascendiendo como si subiéramos una escalera. Nuestro cuerpo envejece, claro está, pero la lucha por la mejora interna tiene, en la mayoría de las personas, una dirección ascendente. Superar límites, miedos e inercias para alcanzar un nivel de plenitud. Porque escapar de la entropía parece ser una característica de la vida. Y es algo que no se realiza sólo individualmente: la transformación social sólo es posible si se realiza la transformación personal de cada uno de nosotros (metanoia). Estamos abiertos a un proceso que trasciende las cosas viejas y caducas -incluída la percepción del mundo, el espíritu de los tiempos- y nos decimos para nuestros adentros: “esto ya está superado”, a la vez que nos hacemos más conscientes. Por eso es urgente conocer y valorar por su extraordinaria excepcionalidad los niveles de estructuración de todo cuanto existe: para actualizar nuestra percepción de la realidad. Como colectividad hoy tenemos varios desafíos: los refugiados, el terrorismo, refundar la democracia, acabar con la corrupción….Es cierto que existen muchas variables que no controlamos, pero ¿quién, sino nosotros mismos, somos los encargados de la evolución?