Desde el miércoles, Kamala Harris, una mujer negra e hija de inmigrantes, ocupa la vicepresidencia de los Estados Unidos. Si Barack Obama fue en 2008 el primer presidente negro de Norteamérica, Hillary Clinton fracasó frente a Trump en su intento de convertirse en la primera mujer en alcanzar tan alta magistratura, siempre ejercida por hombres (Joe Biden ocupa el lugar 46 en la lista, que comenzó a forjarse en 1789, el año en que estallaba en Europa la Revolución Francesa).
Este enorme retraso de la mujer en la dirección de la principal democracia de la tierra es un buen indicador, sin duda, del estado de la equiparación entre hombres y mujeres en el desempeño de la política. Los principales roles continúan estando en manos de varones en su mayor parte, por más que en los Códigos Legislativos se hayan equiparado los derechos de uno y otro sexo. Hay todavía condicionantes sociales, religiosos, étnicos, políticos, etc., que promueven en todas partes grandes discriminaciones de todo tipo. Incluso en Norteamérica, que muchas veces ha sido adelantada de la modernidad (en otras ocasiones no, como en la aplicación de la pena de muerte, que ha vuelto a activarse con el autócrata Trump).
Kamala Harris, pionera, habrá de cargar con circunstancias positivas y negativas: tendrá mayor visibilidad por el hecho de ser mujer, pero también estará por ello más sometida a la crítica. Su papel será más difícil por el peso de la responsabilidad y estará más sometido a escrutinio. Ojalá acierte, porque el suyo será interpretado como el acierto de todo el género femenino.