Siempre me han fascinado las historias que encierran algunos objetos. No me refiero a los objetos históricos, esos que han acompañado el sino de la humanidad como la máquina Enigma. Hablo de aquellos objetos mundanos que pasan totalmente desapercibidos y que, a su vez, son guardianes de historias y vidas que merecen unas líneas. Por ejemplo, en Austria es habitual encontrarse en el respaldo o el reposabrazos de los bancos repartidos por los parques una plaquita con el nombre y apellido de algún vecino que solía frecuentar ese lugar. El banco, en sí mismo, como objeto, se convierte en el protector de la historia de vida de esa persona.
No tienen por qué ser siempre piezas expuestas al público.También me fascinan las historias que guardan aquellos objetos que descansan en el fondo de algún cajón que, al recuperarlo casualmente un día mientras remueves desesperado los papeles para encontrar un documento que siempre ha estado allí (si no dónde iba a estar), te retrotraen a las experiencias que hayas compartido con el antiguo dueño de ese dedal de costura, bolígrafo o reloj. Al sostener el objeto, tu memoria proyecta recuerdos al azar, instantáneas que alzan las comisuras de tus labios o incitan los primeros compases de la nostalgia que te apresuras en apagar. Estoy seguro que el lector tiene en su hogar algún objeto que está íntimamente relacionado con una persona cercana y que son catalizadores de recuerdos de otras vidas.
No soy el único que siente admiración por el poder evocador de los objetos ‘mundanos’. Juan José Millás publicó en 2008 el magnífico libro Los objetos nos llaman, un compendio de relatos cortos cuyas historias pivotan alrededor de maniquíes expuestos en una tienda, tazas de té, etc.
Sin embargo, lo que más me fascina no es el hecho consumado, es decir, el objeto ya convertido en guardián de las historias, si no el cómo y el cuándo se construyen esas memorias. Es fascinante por azaroso. Las personas involucradas en ese momento y lugar no son conscientes del poder evocador que ese objeto en concreto va a ostentar para ellas en un futuro. Algo así debió pensar (me imagino) la dependienta de la librería Buchaktuell en Spitalgasse cuando irrumpí en su tienda a eso de las 12 del mediodía del pasado miércoles, 11 de septiembre. Azorado, le pregunté si vendían carpetitas para llevar folios. Nada fancy le dije, «sólo algo para proteger unos folios DIN A4 de la lluvía». «Lo siento pero no vendemos nada de papelería. Para eso tienes que coger el 42 dirección Währinger Strasse y bajarte en dos paradas», me respondió. «Lo siento, no tengo tiempo», le dije, apresurado. Se quedó un segundo observándome. Imagino que la mujer, de unos cincuenta, pelo rubio, ondulado y con gafas, debió ver mi urgencia y respondió: «Espera». Abrió un cajón del mostrador, retiró unas tijeras y varios papeles, y cogió del fondo un forro de plástico transparente. «Esto te puede servir». Abrí los ojos con una expresión de alivio. La mujer sonrió con aquiescencia y me lo tendió. «¿Cuánto te debo?», le pregunté. «Nada, tranquilo, es un forro viejo que no utilizaba». Salí de la librería y me dirigí a la magistratura del distrito nueve de Viena, dónde mi pareja me esperaba amamantado a la criatura que hemos tenido hace ocho días. Ese forro de plástico transparente que estaba en un cajón de una librería, bajo unas tijeras y una pila de papeles, contuvo durante todo el trayecto hasta llegar a casa los documentos de identidad y la doble nacionalidad que acababa de estrenar mi hija y que le acompañarán a lo largo de su vida. Ese forro, con esos documentos, descansan ahora en el cajón de la cómoda que tenemos en la entrada de nuestro piso.
Propongo al lector una simple actividad que se puede hacer desde la intimidad que nos ofrece nuestra propia mente, y es la de recuperar de la memoria la historia de algunos de esos objetos que todos poseemos, aunque olvidados, en algún rincón de nuestra casa, oficina o garaje. Sostén el objeto, obsérvalo con detenimiento, y deja que los fotogramas que acompañan sus recuerdos detengan por unos segundos el constante ajetreo de la mente. Saborea por unos minutos la amargura, felicidad o euforia que acompañaron esas vivencias. Vuélvete a recordar allí y entonces. Recrea las conversaciones con aquellos que formaron parte de tu vida o todavía lo hacen. Serás testigo del poder evocador de los objetos.
Javier Luque es jefe de comunicaciones digitales en el Instituto Internacional de la Prensa (IPI) en Viena y experto en desinformación y violencia online.