La bicicleta

Todo acabó cuando en mi casa apareció una mobylette Guzzi 49 cc y mi libertad se modernizó

19 mayo 2017 18:26 | Actualizado a 21 mayo 2017 16:51
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Fernando Fernán-Gómez es muy conocido por su profesión de actor. A lo largo de los muchos años que ejerció este oficio nos brindó grandes actuaciones y por ello recibió múltiples premios. No tan conocida fue su labor de director, bien sea de obras de teatro o bien de películas, y nos dejó excelentes direcciones. A estas dos actividades hay que añadir su faceta de autor, solamente reconocida por entendidos. Fruto de esta producción son algunas magníficas obras literarias, entre ellas Las bicicletas son para el verano. Personalmente, todas las actividades intelectuales mencionadas me resultan remarcables, pero la más sobresaliente de su vida es su faceta personal en la búsqueda y ejecución de la libertad individual.

Este verano, como otros muchos, he ido a pasar unos días de desconexión a una casa de campo que suelo ir cada año alejándome del mundanal ruido y pretendiendo aislarme de casi todo. En el almacén de la mencionada casa descansa, aparcada desde hace unos cuantos años, una vieja bicicleta. Ya nadie la usa, esta pasada de moda, y puede que nadie la vuelva a usar. Al verla me viene a la memoria, por paralelismo, la canción de Serrat Una guitarra. Entre sus estrofas resalto «Ara que jo la veig bruta i trencada, m’adono del molt que l’he estimat».

Debía ser a principios de la década de los sesenta. Para mi cumpleaños me regalaron (a compartir) una bicicleta. Era, y sigue siendo roja, con manillar cromado y unos manguitos en sus extremos también rojos a juego con el cuadro de hierro. Los guardabarros conjuntaban con el manillar, de un cromado brillante. El sillín de cuero tenía unos gruesos muelles para amortiguar, pero el sillín era duro como una piedra y se clavaba pertinaz donde se acaba la espalda. La bicicleta no tenía marca y no hacía falta, lo importante era lo que la iba a disfrutar. No es lo mismo que en estos tiempos en los que nos movemos, todo debe tener marca importante y para montar las modernas máquinas extravaloradas, uno debe ir de veintiún botones. Con su llegada desplazaba los juegos de canicas en la polvorienta plaza dels Angels, los juegos de chapas en los bancos de piedra de la plaza mayor y las guerras de piedras en el alto del Plà.

Para mi talla de entonces, que no llegaba a metro cuarenta, mi bicicleta era enorme, tanto es así que al principio la debía manejar pasando la pierna por debajo de la barra y haciendo equilibrios. Con una conducción curiosa para los que me observaban, que a mi tanto me importaba, me dio una enorme libertad y, como no, bastantes batacazos. Con el tiempo llegué a poder subir a la barra, sin sentarme en el sillín ya que no llegaba a los pedales, poniendo mis posaderas en el duro hierro. Muchas veces el subirme lo realizaba desde alguna pequeña altura o poniendo el pedal hacia arriba y aupándome como si subiera a la silla de un caballo. En más de una ocasión mi entrepierna caía sobre la dura barra y el golpe era de lo más doloroso. Fuera como fuere, ya podía ir más lejos en mis excursiones ciclistas y mi libertad se agrandaba. Sólo o en compañía de algunos mozalbetes recorríamos los caminos y pocas veces nos atrevíamos a ir por las carreteras a pesar del escaso tráfico existente en el Montblanc de la época. Los días del verano y de los siguientes veranos se hicieron más llevaderos y disfrutábamos de una sencilla libertad que todos ansiábamos.

Carreras, competiciones, ir con una mano, sin manos, forzar la bajadas a realizarlas sin frenar, quitar los guardabarros para frenar con la suela de las alpargatas o bien las sandalias según tocara, eran las muchas cosas que realizábamos. Recuerdo que en una ocasión pretendí bajar la calle donde está ubicado el antiguo hospital de santa Magdalena, en aquellas fechas sin asfaltar y con más piedras y baches que ninguna otra calle. Valiente de mi, sólo llegue a la mitad, más o menos hasta la altura de la puerta del antiguo hospital, allí mi figura y mi orgullo se fueron por tierra. La suerte de los niños, el absurdo intento se saldó con la ropa llena de polvo, algún jirón y sendas heridas en las rodillas y palmas de las manos que sanaron con saliva. Gran fortuna, ya que el llamado hospital estaba y está en desuso para los menesteres que hubiera necesitado.

Así pasaban los días, momento que tenía libre me iba sólo o acompañado de amigos a recorrer los alrededores de aquel Montblanc de mi infancia. La ermita de San Josep, la Vall, la font de la Ceba, la font de la Ginesta, Prenafeta, La Guardia, Vilaverd, L’Espluga, Poblet, cualquier camino o cualquier lugar cercano era el destino de nuestras escapadas. Felices y contentos recorríamos las cercanías de la Vila Ducal que me vio y nos vio crecer. Pinchazos de ruedas, caídas y más golpes, reparaciones prestas o volver caminando al lado del instrumento de libertad, así quemábamos los días de los estíos. Cómo la obra de Fernán-Gómez, finalizado el verano se guardaba hasta el siguiente. Todo acabó cuando en mi casa apareció una mobylette Guzzi de 49 cc y la libertad se vio modernizada, aparcando por tiempo mi preciosa bicicleta.

Ahora, con el paso de tiempo, la madurez de los años y el disfrute de todas las posibles libertades, se me presentan todos los recuerdos y entre ellos resalto los que adquirí con la susodicha bicicleta. Por ello, cada año cuando acaba mi verano, me acerco agradecido a ella y le digo bajito, casi sin voz para que sólo lo oiga ella, ¡Hasta el verano que viene!

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