La imagen era la de un sanfermín nocturno y sin toro. Cientos de jóvenes corriendo por una playa gaditana huyendo de la policía. Jóvenes con el botellón interrumpido en la noche de San Juan, sin mascarillas ni distancia social, emulando el cuento de sus papás o de sus abuelos cebolletas que corrían, o dicen haber corrido, delante de otra policía y delante de otro tiempo. Sus padres/abuelos tenían un motivo para la huida. Eran rebeldes luchando contra la dictadura a base de hacer piernas y echar confeti subversivo en las aglomeraciones. Linotipistas de postín, aliados de la causa obrera y no esta morralla consentida y de vida fácil que se salta el confinamiento, no sabe distinguir a Franco de Napoleón y solo piensa en divertirse.
El estereotipo cunde y simplifica la realidad. Algo muy propio de los sempiternos abuelos/padres cebolletistas de toda la vida. Sí, muchos jóvenes se dejan llevar por esa sensación de impunidad que les transmite la biología y que va en detrimento de la prudencia. El coronavirus lo más que puede hacer es dejar libre el sillón del abuelo la próxima Navidad. Pero es que el abuelo ya ha vivido, es un Matusalén que por lo menos tiene sesenta o noventa años, lo mismo da, pura arqueología, un fósil que habla y da vueltas a sus monomanías y sus viudedades. Sí, hay jóvenes que parecen seguir al pie de la letra la idea de juventud que tenía Ambrose Bierce, ese periodo de la vida en el que «las vacas vuelan repartiendo leche de puerta en puerta». Siempre los ha habido y siempre los habrá. Y hay otros que andan por ahí de voluntarios, trabajando para alguna ONG, ayudando a los viejos, acompañando a los débiles, estudiando y también divirtiéndose sin demasiados extravíos.
La vida de estos jóvenes no está siendo fácil por mucho que a los cebolletas de turno les cueste reconocerlo. Sufrieron la onda expansiva de la crisis de 2008 y ahora van a padecer la del coronavirus. Fabricar el cliché y administrarlo es fácil. Para una generación y para otra. Los abuelos que no se enteran de nada, los padres que solo piensan en el trabajo y los jóvenes que no piensan en nada, y a los que apenas se les tiene en cuenta. Aunque ahora sí, ahora las miradas apuntan a ellos porque de su responsabilidad o de su irresponsabilidad va a depender en gran medida la contención de la pandemia o un rebrote que nos obligue a un nuevo y doblemente dañino confinamiento. Tendrán que hacer equilibrios entre la llamada de la selva y la llamada de la razón. Lo malo es que quienes les hacen esa llamada tienen poca credibilidad entre una tribu juvenil que ni cree en vacas voladoras ni se siente mínimamente valorada.