«Según cuenta la leyenda, fue una estrella que brillaba en el hemisferio sur y se reflejaba como una perla en el barrio obrero bonaerense de Avellaneda la que anunció a doña Dalma Maradona el nacimiento de su primer hijo varón, Diego. Era el 30 de octubre de 1960, un domingo, día de misas y de fútbol». Así narra Jimmy Burns Marañón, autor de una biografía de Maradona, la llegada al mundo del estelar futbolista fallecido ayer a los 60 años. Inevitable no apreciar en esa descripción el símil con el nacimiento de Jesucristo.
Y es que para los argentinos Diego Armando Maradona era un dios. Sobre todo después de que dos goles suyos en el Mundial de México de 1986 –uno, marcado con la polémica ‘mano de dios’ y el otro, en el que regateó hasta a cinco ingleses, uno de los más bellos de la historia del campeonato– sirvieran para vengar la dolorosa derrota que Argentina sufrió cuatro años antes a manos de Inglaterra en la guerra de las Malvinas. Sí, en la cancha era único. Los que tuvimos la fortuna de disfrutar de su velocidad, de sus regates, de sus goles… nunca olvidaremos su genialidad.
Una pena que a aquel niño pobre de Villa Fiorito nadie le enseñara a gestionar la fama y el dinero; una lástima que su arte con el balón no se viera acompañado de una mayor habilidad al elegir a sus amistades; un desastre que aquel jugador, uno de los mejores de la historia, se dejara arrastrar al sórdido mundo de las drogas y todo lo que eso conlleva… Adiós, Diego. Te recordaremos como un dios del fútbol al que se le hizo grande vivir fuera de la cancha.