‘Gritos y susurros’, la película de Bergman, me agobió sobremanera en mi incipiente juventud. Los gritos de dolor de la enferma a la que devora un cáncer y los susurros de los suyos para que no les oiga la muerte y descubra la suerte echada. Se titula ‘El silencio’ otra obra maestra del mismo director que está llena de gritos mudos, soledad, relojes que administran el silencio y sexo sofocante.
Los gritos dramáticos juegan un importante papel en el cine y en la vida. En cine hay uno curioso, con nombre propio, el llamado grito Wilhelm. Es un efecto de sonido de archivo que se ha utilizado en infinidad de películas desde su grabación para ‘Tambores lejanos’, en 1951. Todavía se usa en películas actuales, casi como un guiño para cinéfilos. Lo bautizó así el técnico de sonido de ‘La guerra de las galaxias’ al reutilizarlo, por llamarse Wilhelm un personaje secundario que lo soltaba en otro wéstern bastante más olvidado que el de Raoul Walsh, ‘La carga de los jinetes indios’, de 1953. El Wilhelm es ese grito identificable, algo agudo, ni corto ni largo, que se profiere al recibir una grave herida de arma blanca o de fuego, y cuyo registro revela tanto el dolor físico como un miedo intuitivo instantáneo a que la herida sea mortal.
También está el grito de cine de terror, que suele ser por susto o sorpresa ante el descubrimiento de un horror, y cuyos mejores exponentes se han conseguido con gargantas femeninas presas de la histeria. El malévolo Hitchcock juega con la expectativa cierta del espectador a que suene el grito, estirando el suspense, en una secuencia magistral en ‘Frenesí’. Se ve a una asistenta que entra a la casa donde sabemos que va a encontrar el cadáver de una mujer estrangulada. ‘Hitch’ mantiene la cámara fuera de la casa y nos tortura esperando el grito que no acaba de llegar. Hasta que irrumpe. Y no defrauda.
Y en la vida real, que a veces me parece irreal por sus absurdos exponentes, uno afronta gritos callejeros que superan en intensidad y chaladura la suma del Wilhelm con los de terror de la señora Torrance en ‘El resplandor’. Cuánto abunda la gente que grita para hablar entre sí como si estuviera en cumbres de montes distintos y no a distancia de quemarropa, intercambiando perdigones salivares sin que se pierda ni uno. Resulta espantoso, temible y cada vez peor. No sé a qué se debe la paulatina escalada: sordera colectiva, manifestación de jactancia o simple resabio cateto.
Cuando oigo esos aullidos comprendo mejor la fascinación por el desierto limpio y silencioso que describe Thomas Edward Lawrence en ‘Los siete pilares de la sabiduría’.