Esta pregunta me la suelen hacer de forma recurrente muchos conocidos y la intentaré responder brevemente. Les diré que durante 23 años milité en el ámbito de la izquierda comunista, formando parte de las ejecutivas locales de varias organizaciones. En el año 1974 (con 18 años) ingresé en la pequeña organización izquierdista conocida como ‘Topo Obrero’ (luego, TAS). Un año después pasé al PSUC (en aquellos años el partido por antonomasia de la lucha antifranquista en Cataluña) y CC.OO. Por cierto, durante la dictadura los separatistas, ni estaban ni se les esperaba.
Tras la escisión del PSUC (V Congreso) y cuando pasó a estar dirigido por «gent de casa bona» (y por gente que aspiraba a serlo), con un cada vez mayor carácter nacionalista, como Rafael Ribó (que luego disolvió el PSUC en IC y como se ha demostrado ha trabajado siempre para el nacionalismo), pasé a militar en el PCC (más enraizado en la clase obrera) hasta que a principios de 1997, siendo responsable político del PCC del Tarragonès, tras intentar infructuosamente junto a otros frenar su constante deriva también hacia el nacionalismo, decidí abandonar definitivamente mi militancia política en la izquierda. Pasé entonces a luchar exclusivamente desde el ámbito de la sociedad civil en el recién creado Foro Babel (entidad cívica que junto a un pequeño grupo de profesores encabezado por Pedro A. Heras, antiguo secretario local del PSUC, ayudé a fundar en Tarragona) que defendía el bilingüismo e intentó poner en cuestión las políticas excluyentes y los principales mitos y dogmas del nacionalismo que, con la complicidad de la izquierda, estaba dividiendo a la sociedad catalana, sembrando a través de un concienzudo proceso de ingeniería social el germen del separatismo y creando una atmósfera cada vez más opresiva.
En aquellos años llegaría al gobierno de la Gemeralitat el tripartito (PSC, IC y ERC), que rivalizó con CiU para ver quién era más nacionalista, traicionando a buena parte de su base social.
En definitiva, mi posición contraria al nacionalismo fue lo primero que me fue alejando de la izquierda. Lo cierto es que yo, desde el inicio de mi militancia política en mi barrio Bonavista, siempre había desconfiado de los nacionalistas, a los que veía como un movimiento reaccionario y burgués, teñido de racismo y clasismo. Aunque me gustaría aclarar que la gran mayoría de los que engrosábamos en 1976 las manifestaciones reclamando «Llibertat, amnistia i Estatut d’Autonomia» en Tarragona éramos militantes de Bonavista, Torreforta y otros barrios obreros de poniente, mientras los que ahora cuelgan esteladas en sus balcones permanecían cómodamente en sus casas. Con Pujol y CiU ya en el poder se fue confirmando esa percepción que he señalado. Sin embargo, veía un tanto perplejo sin darle entonces la importancia que tenía, cómo en aquellos años de la Transición buena parte de los dirigentes de izquierda demostraban tener una gran fascinación por el nacionalismo catalán, es decir, por la burguesía catalana, que dicho sea de paso, siempre tuvo la habilidad de colocar «ous en cada cistella». Así podemos ver cómo muchos de estos procedían de las grandes familias de la alta burguesía catalana (Rafael Ribó, Narcís Serra, Raventós, Maragall...) y consiguieron hacerse pronto con el poder en sus respectivos partidos. El nacionalismo contó también, desde el principio, con la inestimable colaboración de muchos intelectuales de izquierda que no dudaron en darle una aureola de progresismo al mismo, siendo su máximo exponente Manuel Vázquez Montalbán, creador del llamado por algunos «pujolismo-leninismo».
El PSUC y CC.OO. (entonces muy potentes) se fueron convirtiendo en un instrumento más al servicio del nacionalismo. De hecho, las políticas de inmersión lingüística se diseñaron en la sala de máquinas del PSUC. Desde CC.OO. y UGT de Cataluña, a cambio de una mayor respetabilidad y de suculentas subvenciones, se trabajó paulatinamente para favorecer la penetración de los postulados nacionalistas entre la clase obrera y los movimientos sociales.
Y tampoco faltaron muchos ‘charnegos’ agradecidos que no tuvieron empacho en ponerse al servicio de los nacionalistas, para ganarse su aplauso y sus favores, como ha ocurrido actualmente con personajes como Rufián o Albano Dante Fachín. Y podíamos hablar del antidemocrático Pacto del Tinell suscrito por PSC, ERC e ICV que luego conformarían los tripartitos presididos por Maragall y Montilla que como decíamos continuaron con las políticas nacionalistas de Pujol.
El nacionalismo empezaba a causar estragos. La izquierda que yo había conocido en los años 70 y 80 había dejado de existir y se mostraba cada vez más antiespañola y menos democrática, y no tenía el más mínimo reparo en traicionar a los que decía representar. Llegué paulatinamente a la conclusión de que esta izquierda no tenía remedio. Luego, por si había alguna duda, vendrían Rodríguez Zapatero y su heredero Pedro Sánchez y Podemos con su fariseísmo y su abierta y repulsiva complicidad con los secesionistas, los ‘bilduetarras’ y todos los que quieren destruir España, ante los que se arrodillaban sin pudor con tal de permanecer un poco más en el poder.
Por otro lado, la caída del muro de Berlín y el definitivo hundimiento de la URSS en 1991 representaron una crítica inapelable del fracaso del sistema soviético y del marxismo. Unos años antes algunos amigos que habían visitado la URSS y Cuba y habían regresado muy decepcionados al darse de bruces con lo que era el ‘socialismo real’. Poco después me acabaron de abrir los ojos algunas lecturas como Archipiélago Gulag, de A. Solzhenitsyn (que se nos vendía que era propaganda del imperialismo yanqui) y El libro negro del comunismo: crímenes, terror y represión (de Stéphane Courtouis y otros. 1997), donde, basándose en la información desclasificada de los archivos de Moscú, se hacía balance del legado del experimento comunista que había dejado una terrorífica represión, pobreza, degradación humana y casi 100 millones de muertos.
Contra más leía e investigaba sobre lo que había significado el comunismo, y sobre las barbaridades cometidas por la izquierda durante la IIª República y la Guerra Civil en Cataluña y en España, más anticomunista me iba volviendo. En los años 90, en especial la izquierda comunista como se había quedado sin su principal referente y sin ideas, tuvo que disfrazar este fracaso levantando nuevas banderas: el ecologismo, el feminismo, el animalismo, el movimiento LGBTI; que progresivamente y de forma fundamentalista irían distorsionando y degradando hasta límites insospechados.
En fin, podría seguir dando razones pero, por motivos de espacio las tengo que dejar en el tintero. Hace más de 20 años decidí no volver a someterme a la disciplina de ningún partido para poder decir con plena libertad lo que pienso. Para algunos irredentos excamaradas y para los separatistas, por decir estas cosas soy desde hace años un fascista. Aunque, la verdad, hoy en Cataluña al que no le llaman ‘feixista’ es que no es nadie.
«Para tener éxito tu deseo de alcanzarlo debe ser mayor que tu miedo al fracaso».