En el santuario de Delfos, a los pies del monte Parnaso, se alzaba un templo consagrado a Apolo en cuyo pronaos –la parte delantera del edificio– podía leerse la siguiente inscripción: ‘Conócete a ti mismo’. La sentencia ha disfrutado y disfruta de gran prestigio, pues son muchos los que han interpretado este mandato como comienzo y fundamento último de la sabiduría. Sin ir más lejos Sócrates, a quien la leyenda concede el mérito de haber sido calificado por el oráculo de Delfos como el hombre más sabio entre los griegos, pues Sócrates sabía que no sabía, esto es: se conocía a sí mismo.
Durante 2.500 años, cientos de personas –de manera explícita: escribiendo libros, reflexionando en voz alta, trabajando en el laboratorio–, y tal vez todas o casi todas las personas que han vivido en el planeta Tierra, han dedicado en algún momento un esfuerzo para cumplir la tarea que impuso la locución griega: procurar conocerse a uno mismo.
Hay que llamarlo tarea porque desde siempre hubo la sospecha de que la tendencia al autoengaño, el disimulo, el olvido o la mala fe son acompañantes habituales en nuestras vidas, tantas veces deseosa de chapotear en la ignorancia deliberada. Es una tarea porque, mucho antes de que el psicoanálisis colocara en el centro de la discusión la importancia de lo inconsciente en las decisiones aparentemente conscientes, tipos como Platón, Séneca, san Agustín, Montaigne... ya apuntaron las mil y una tretas de que uno se sirve para eludir las verdades incómodas acerca de sí mismo.
Es una tarea, repetiremos una vez más, como demuestran las grandes novelas de formación, los grandes poetas de la experiencia, que han consagrado miles de páginas y miles de horas a destilar el perfume oculto de la existencia, su secreto, su sentido, su, tal vez, falta de sentido e inevitable incertidumbre. Es el Wilhelm Meister de Goethe, o el Retrato del artista adolescente, de Joyce, o Las tribulaciones del joven Törless, de Musil. Pero también todo Dostoievski, o Stendhal, o Cervantes, o Dante, o el Quadern gris, de Josep Pla: obras ejemplares que se sostienen porque en ellas bulle algo así como la búsqueda del propio yo, con cuantos matices queramos.
Y he aquí que 2.500 años de reflexión, incluidos algunos siglos de microscopio y unos cuantos años de análisis matemático de datos sociológicos, acaban de convertirse en antiguallas carentes de interés mediante la generosa labor de nuestro bondadoso gobierno.
Gracias a la llamada ley trans queda abolida la trabajosa inspección de la propia naturaleza, pues a partir de ahora es el sentirse de un modo u otro, que puedes o no verbalizar de inmediato, lo que te constituye y te hace ser aquí y ahora. Las ventajas son prodigiosas. Ya no más dudas, pasos atrás, revueltas, arrepentimientos o búsqueda de pruebas...: todo eso forma parte de la hojarasca que el viento del progreso arrincona en los basureros de la historia. Y es tan así, que aquellos que no compren la solución pueril al problema –somos lo que sentimos– podrán ser acusados de negar el problema, como si denunciar la inutilidad de los pases mágicos para curar el cáncer negara la enfermedad y no simplemente la ineficacia de la terapia.
El mérito es más que notable, pues la nueva ley apuntala y certifica lo que otras leyes muy anteriores ya presagiaban: el derribo del sistema educativo. Pues en efecto: ¿qué puede enseñarle a un iletrado o una iletrada de 3º ESO un pensador como Aristóteles, un científico como Darwin, si a lo peor contradice de plano lo que el chico o chica dicen sentir? Aplaudamos la valentía del legislador, que logra satisfacer de esta creativa manera el anhelo de igualdad de nuestra especie: a ver si él o ella –Descartes, Teresa de Jesús, Newton, Tolstoi...– se creen que pueden enseñarnos algo a nosotros, que somos los que sentimos lo que sentimos. ¡Estaríamos buenos!
Es probable que aún se deba completar el desarrollo de lo que la norma lleva implícito, pero debemos tener confianza. Así, esperamos que llegue el día en que nadie pueda ser internado en el hospital cuando dice que está bien; que nadie juzgue perturbada a una persona de 25 kg de peso que afirme estar gorda y que, oh infamia, procure alimentarla a la fuerza.
Costará, pero llegará el día en que la poli deje de practicar pruebas de alcoholemia, ya que será por fin asumido, incluso por los recalcitrantes, que si uno dice estar bien y ser capaz de conducir, entonces está bien y es capaz de conducir. Y qué hermoso será cuando por fin cualquiera sea simpático porque así lo cree, generoso porque así lo siente, buena persona porque siempre lo ha afirmado con unción.
Almas cándidas dirán que todo esto es sacar de quicio lo que afirma la ley, aunque para pasmo y alegría del mundo es exactamente lo que la ley dice: no hay más tribunal que la propia voluntad del sujeto, no hay instancia ajena al propio yo que pueda evaluar lo que yo afirmo. Es casi inevitable recordar por ello unas premonitorias palabras de Shakespeare, aquel reaccionario. Se hallan en el acto V de La tempestad, y las pronuncia una ilusionada Miranda: «¡Oh qué maravilla!¡Cuántas criaturas bellas hay aquí! ¡Cuán bella es la humanidad! Oh, mundo feliz, en el que vive gente así».
Aldous Huxley toma uno de los versos para titular su novela más famosa: Un mundo feliz. Gracias al colosal empeño de nuestros jefes, nos aproximamos a este mundo que tan feliz hará a los rebaños. Da gusto saberse tan cerca de estos tiempos de plenitud, bondad y belleza: tal vez no sea casual que la banda sonora de estos tiempos sea el reguetón.