Desde mi niñez hasta la juventud primera, mi mejor amiga fue una tipa monísima. Dueña inconsciente de una belleza fresca y de un cuerpo juncal, era alta y rubia como la cerveza, y había sido bendecida con la sonrisa de Julia Roberts y el cerebro de Marie Curie. Encima, era maja. Total, un desastre. Para mí, se entiende.
Entraba en un bar y se torcían los cuellos. A su lado, yo era invisible, que no muda: hablaba sin parar de libros, de cine, de música, de política y hasta de fútbol; de cualquier cosa que hiciera que repararan en mí, como la niña pequeña y coñazo que mete baza en una conversación de mayores para que le hagan caso. Si tampoco eso funcionaba, me volvía sarcástica y borde. La mala follá como último recurso para llamar la atención. La sigo teniendo. La sigo utilizando.
Aunque ya no nos vemos como antes, al encontrarnos por la calle nos abrazamos con el cariño de los años de colegio, los pisos compartidos y las confesiones que se quedaron por el camino. Paradas en una esquina, nos preguntamos por los críos, los trabajos, los maridos. Nos decimos que no hemos cambiado nada (ella no, desde luego, que sigue teniendo tipo de surfista después de dos partos, la muy insorora), y nos despedimos con dos besos y un «a ver si nos llamamos».
Es improbable que esa llamada se produzca. Básicamente, por cierta dejadez. En el caso de Pablo Iglesias y Yolanda Díaz tampoco se producirá. Por aquello del poder, claro. Y porque, en lugar de madurar, han vuelto a la adolescencia: él suelta borderías reclamando atención; ella, algodón de azúcar, solo tiene que mover la melena rubia y esbozar una sonrisa para embrujar al respetable. Desde aquí, toda mi solidaridad hacia la invisibilidad de Iglesias.