El pasado 7 de octubre terroristas de Hamás entraron en Israel desde la franja de Gaza y mataron a más de 1.100 personas, incluidas mujeres y niños, y secuestraron a otras 250. Entre las víctimas, había numerosos jóvenes que disfrutaban de un festival de música y, seguro, veían a los palestinos como personas, no como enemigos. Eran posibles adalides de la paz entre ambos pueblos. Las imágenes del ataque acongojan por el odio que desprenden. Los terroristas veían a los israelíes como la encarnación del mal, como seres infrahumanos a los que eliminar sin piedad alguna.
La venganza de Israel no se hizo esperar y, más de 10 meses después, se ha cobrado ya 40.000 vidas palestinas, 40 veces más que los israelíes asesinados. El Ejército ha bombardeado, sin rubor alguno, hospitales y escuelas porque, supuestamente, se escondían allí líderes de la organización terrorista. Masacre tras masacre de un odio desmesurado que cree que eliminar a una persona en concreto justifica el baño de sangre de víctimas inocentes.
El jueves, explica la agencia Efe, unos 50 colonos israelíes enmascarados invadieron la aldea palestina de Jit y mataron a tiros a un joven de 23 años. Además incendiaron cuatro casas y seis vehículos. La violencia de los colonos contra los palestinos y sus propiedades se ha convertido en habitual en Cisjordania, que suele incluir incendios, lanzamiento de piedras, arranque de cultivos y olivos y ataques a poblados vulnerables, y rara vez es perseguida por las autoridades israelíes. Es la enésima muestra de odio.
Podrá haber negociaciones de paz al más alto nivel, si las hay, pero mientras no se combata ese odio todo será inútil.