Los insultos racistas sufridos por el jugador brasileño del Real Madrid Vinícius Junior este pasado domingo en Mestalla (Valencia), que le llevaron a detener el partido para señalar a los culpables, vuelven a poner sobre la mesa un serio problema ante el que no se puede mantener por más tiempo los ojos cerrados.
Y es que, lamentablemente, es un hecho irrefutable que nuestros estadios de fútbol no son, desde luego, el mejor lugar para llevar a un niño para que aprenda esos grandes valores que se le suponen al deporte.
No es admisible que haya aficionados que acudan cada fin de semana al campo a liberar sus frustraciones insultando a los jugadores rivales –algunos lo hacen incluso con los de su propio equipo– ni al árbitro.
Y resulta desde todo punto de vista intolerable que se falte el respeto a una persona por su lugar de procedencia, por el color de su piel, por su religión o por su condición sexual. Sí, en el fútbol tenemos un problema de racismo, de homofobia y de intolerancia en general.
Y lo más grave es que lo que sucede en los estadios no son hechos aislados, sino un reflejo de una sociedad donde cada vez se escuchan más discursos de odio, a menudo azuzados por políticos irresponsables que no tienen escrúpulos con tal de tratar de arañar tres votos.
Y no, no todo vale. Tenemos un problema. Gordo. Y, aunque pueda sonar a tópico, la solución solo pasa por la educación en valores como el respeto, la tolerancia, la empatía..., esas cosas que, al fin y al cabo, nos hacen personas y nos diferencian de los animales.