La inflación es más corrosiva que el ácido sulfúrico. Complica la vida de la gente al aumentar los precios de todos los productos. Los finales de mes se alejan de manera inmisericorde y cada vez resulta más difícil alcanzarlos.
Ataca a los ahorradores, a los que reduce el fruto de los esfuerzos realizados para constituir unos ahorros destinados a proteger su jubilación. Complica la vida a los reguladores monetarios, pues les fuerza a subir los tipos de interés para luchar contra ella, lo que vuelve a complicar la vida a todos aquellos que se han endeudado y deben afrontar cuotas mensuales de hipotecas y créditos superiores.
Tan solo beneficia a los grandes deudores, como son los Estados, que ven cómo sus deudas pierden valor en términos reales. Poco beneficio para tan grave destrozo.
Eso pasa con la economía, pero la inflación es también un arma de destrucción masiva para la política. En especial para los gobernantes, pues cuando la vida sube –algo que se recuerda varias veces al día, cuando se acerca uno a la frutería, a la panadería, a la pescadería o a la gasolinera–, todas las miradas se dirigen al gobierno, al que se le hace responsable, por acción u omisión, de la deriva inflacionista.
Sea justo o no. De ahí que la inflación derribe gobiernos con la facilidad con la que los seísmos abaten edificios.
Y de ahí también que todos los gobiernos ideen acciones para rebajar los precios o para reducir el impacto en los ciudadanos. No es lo mismo. Dentro de la primera categoría podríamos incluir el abono de los 20 céntimos que tuvieron los carburantes durante varios meses del año pasado y que, quizás de manera un tanto precipitada, se retiraron en diciembre.
O el plan inicial de la vicepresidente segunda, Yolanda Díaz, de topar los precios de varios alimentos esenciales de la cesta de la compra, que no llegó a implantarse por la férrea oposición de la parte socialista del Gobierno, encabezada por el ministro de Agricultura, Luis Planas. O la idea avanzada por las ministras de cuota podemita que propusieron topar las hipotecas.
O ya en plan chungo, la genial idea de la ministra Irene Montero de topar el euribor, un índice que, gracias a Dios, queda tan lejos de su capacidad de acción como los misiles norcoreanos. El caso del tope del gas es distinto y más complejo, aunque sus efectos, por ahora, han sido los más eficaces a la hora de reducir el precio de la electricidad.
Bueno, pues ahora Podemos vuelve al ataque con su propuesta de bonificar la cesta de la compra un 14%. No se conocen muchos detalles de cómo se implantaría, pero el ministro Planas ha desempolvado su batería de argumentos para mantener su oposición.
Ya de entrada no creo que la relación entre las dos partes del Gobierno esté en la sintonía mínima necesaria para avanzar en un proyecto que, según sus propios cálculos, tendría un coste de más de 5.000 millones de euros. Por más que hayamos perdido todo el respeto por las cifras, y por más que la recaudación rebose y permita cualquier medida de contento, 5.000 millones sigue siendo una cifra relevante.
La economía española no necesita más intervención, sino menos. Las intervenciones de precios generan siempre más problemas que los que resuelven, y si las van a aplicar expertos jurídicos y económicos de la talla de Irene Montero y Yolanda Díaz, provocan miedo.
Y luego estaría la manera de aplicarlo. Se ha mencionado el ejemplo de los carburantes, pero no creo que sea replicable. Los carburantes son productos muchísimo más homogéneos que la cesta de la compra, su distribución está mucho más concentrada en menos oferentes y su cadena de valor está menos poblada. Ahí, por las largas cadenas que atraviesan los alimentos, es donde habría que actuar.