Con la política a pleno rendimiento durante el mes de agosto y en vísperas de dos intensas campañas electorales, no cabe este año hablar de rentrée a principios de septiembre sino de simple enfilada de la recta final que ha de conducirnos, más o menos traumáticamente, a una próxima legislatura. Este final de etapa es atolondrado y confuso por varias razones. En primer lugar, porque estamos asimilando aún la novedad de los partidos emergentes, que nacieron en plena crisis y cuando la corrupción agravaba moralmente el sufrimiento de los más damnificados por la coyuntura. En segundo lugar, porque el problema catalán se ha convertido en una destemplada e impertinente invocación a la independencia, que lógicamente no tiene encaje constitucional y que no parece contar con el apoyo mayoritario de los catalanes. En cualquier caso, estamos en puertas de un desagradable reto al Estado, ya que los soberanistas pretenden recurrir a un fraude de ley para proclamar unilateralmente la independencia, un gesto jurídicamente irrelevante por ilegal pero políticamente incómodo de manejar. La respuesta que habrá que dar no será inocua.
En estas circunstancias, las encuestas sugieren un futuro gobierno de coalición en el Estado ya que el PP, que ha conseguido sacar al país de la crisis a costa de grandes sacrificios sociales todavía muy dolorosos, queda bastante lejos de la mayoría suficiente para gobernar en solitario. En parte por la recuperación del PSOE, en parte por la concurrencia de nuevas formaciones –Ciudadanos pesca en los caladeros de los dos grandes partidos– y en parte, finalmente, por los gravísimos episodios de corrupción de los que el PP ha sido protagonista y que le han hecho perder una parte notable de su clientela. Ante estas expectativas, el PP está recurriendo a la conocida táctica de amedrentar a los electores con el argumento de que los esfuerzos realizados para salir del túnel podrían ser baldíos si quien gobierne después de las generales no practica las políticas adecuadas. Para Rajoy, un gobierno socialista, apoyado por Podemos, dilapidaría los réditos conseguidos y pondría al país en riesgo de reproducir la crisis. La tesis no es sólida porque el PSOE tiene larga experiencia de poder y la gran crisis de 2008 le sorprendió como hubiera sorprendido a cualquier otro partido en su lugar. De cualquier modo, el debate sobre la idoneidad de los candidatos será hosco y nos entretendrá los tres o cuatro meses que faltan todavía para las generales.