Esta misma semana, en una de sus habituales ruedas de prensa, el director del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias no ha tenido reparos en admitir los malos datos que últimamente ofrece el seguimiento de la pandemia: «Estamos en un incremento clarísimo, y no tengo inconveniente en llamarlo segunda ola». Las palabras de Fernando Simón confirman un secreto a voces. Y, desde luego, nadie debería sorprenderse. En efecto, desde los tiempos del confinamiento, todos los expertos auguraron una cierta tregua veraniega, que precedería a un nuevo despegue de contagios en otoño. La duda que a todos nos carcome es el volumen de contagios, ingresos y fallecimientos que alcanzará esta segunda andanada vírica.
La cuestión no es menor, atendiendo al precedente más claro que tenemos sobre la mesa: la gripe española de 1918. Aunque los datos de hace un siglo deben cogerse con pinzas (ni siquiera nos ponemos de acuerdo en la mortalidad del coronavirus), en general se considera que la primera ola de aquella gripe acabó con la vida de 30.000 personas en España, un dato que se encuentra en un rango similar al actual. Lo preocupante es que, durante la segunda fase de aquella pandemia, que abarcó los meses de septiembre a noviembre, fallecieron nada menos que 300.000 pacientes. No se trata de crear alarmismo (la capacidad de respuesta sanitaria con la que contamos actualmente no tiene nada que ver con aquella) pero creo que conviene que seamos conscientes de que las cosas se pueden complicar.
Según los expertos en la materia, las causas de aquel virulento rebrote fueron muy variadas, aunque destacan fundamentalmente tres. En primer lugar, según el doctor en Historia Jaume Claret, debe tenerse en cuenta que se produjo una mutación del propio virus. Por otro lado, la catedrática de Historia de la Ciencia, María Isabel Porras, señala la frivolidad de algunos ayuntamientos que se negaron a suspender los actos masivos durante las fiestas patronales de septiembre, en contra del criterio manifestado por el gobierno central. Y, por último, según la también historiadora María Lara, la población puso su particular granito de arena, adoptando comportamientos poco responsables en sus relaciones sociales, fruto de una creciente despreocupación a medida que se olvidaba la primera oleada. El eterno retorno.
La forma en que se ha respondido a la actual amenaza sanitaria está siendo objeto de numerosas críticas, algunas fruto de una mentalidad anticientífica que comienza a preocupar a la comunidad académica, y otras derivadas del interés partidista por debilitar al gobierno. Sin embargo, también existen foros de referencia que plantean dudas razonables. Por ejemplo, a primeros de agosto, una veintena de expertos españoles publicaron una carta en la revista The Lancet, donde reclamaban la puesta en marcha de una auditoría independiente para evaluar la gestión de la pandemia a nivel estatal y autonómico. El objetivo de este estudio no era buscar culpables, sino detectar puntos de mejora que permitieran afrontar los nuevos escenarios con mayores garantías. El propio Fernando Simón señaló que «si conseguimos darnos más prisa para hacer esta evaluación gracias a la carta, bienvenida sea. Es una iniciativa muy válida». Un mes después, los mismos científicos han tenido que volver a solicitar esta medida, ante la aparente pasividad gubernamental.
El panorama comienza a ser crítico en algunas zonas. Otra vez. Uno de los más reputados expertos españoles en salud pública, Rafael Bengoa, miembro del equipo científico que asesoró a Barack Obama en su reforma sanitaria, ha concedido esta semana una entrevista para analizar la situación en la capital española: «Espero equivocarme, pero ya se ha ido de las manos. Ya no se puede controlar sólo con el rastreo. Sospecho que en una semana o diez días tendrán que confinar Madrid».
Lógicamente, cada vez son más los ciudadanos convencidos de que hemos desperdiciado irresponsablemente la tregua del verano. Por ejemplo, por lo que se refiere a los sistemas de control y seguimiento, puedo aportar mi testimonio personal. Hace unas semanas coincidí en un almuerzo con una persona que poco después dio positivo en coronavirus. Después de haberme aplicado el protocolo para este tipo de situaciones, sólo puedo decir que me sorprende cómo no estamos ya todos bajo tierra. Algo parecido puede decirse sobre la vuelta al colegio o a la universidad, donde alumnos, familias y docentes somos víctimas de un planteamiento desconcertante, bajo el paraguas de un mantra omnipresente: «En principio». Efectivamente, existen directrices para saber qué hacer «en principio», sin aportar ninguna previsión ante la –inexorable– eventualidad de que las circunstancias sanitarias varíen en breve. La misma incertidumbre están sufriendo numerosos sectores productivos, privados de la posibilidad de planificar su futuro próximo. Y eso por no hablar del propio sistema sanitario, que comienza a mostrar síntomas de agotamiento en los territorios más castigados.
La necesidad de ser flexibles y resilientes no se resuelve diciendo que todo se hará así «en principio». Estar preparados adaptativamente a un contexto cambiante exige disponer de un plan transparente con distintos escenarios posibles, perfectamente identificados y asociados al régimen que se aplicará en cada uno de ellos. Si la situación es ‘A’ haremos ‘X’, si la situación es ‘B’ haremos ‘Y’, si la situación es ‘C’ haremos ‘Z’, etc. El hecho de que esta comunicación obvia con la ciudadanía no se esté produciendo está generando inquietud en muchas personas, quienes comienzan a sospechar que las autoridades intentan ocultarnos lo que realmente pretenden hacer. Yo también creo que nos esconden algo, pero no es eso. Me temo que, simplemente, nos ocultan que no tienen ningún plan. Como decía Escarlata O’Hara, «ya lo pensaré mañana. Después de todo, mañana será otro día».